Lo dicho se aplica también, con la mayor fuerza posible, al martirio de Jesús de Nazaret. A lo largo de su vida, Jesús mostró una confianza ilimitada en Dios, proclamando su amor misericordioso y providente hacia todas las criaturas. Aunque enseñaba a sus discípulos a invocarlo como Padre y a tratarlo con filial confianza, esta actitud alcanzó en él una intensidad única, totalmente característica (cf. Mt 6,9; 7,21; 11,25-27...).
Sin embargo, la relación que unía a Jesús con el Padre queda en entredicho en el momento de su muerte. El grito desgarrador de la cruz («¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»), parece dar la razón a quienes, en son de burla, le provocaban diciendo: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere» (Mt 27,43.46). Para los acusadores de Jesús, el silencio de Dios era la desautorización más rotunda, no sólo de su enseñanza, sino de toda su vida. Así quedaba definitivamente demostrado que era un embaucador y un blasfemo (cf. Mt 26,63-66). En cambio, para quienes conocen su verdad y creen en su inocencia, es Dios mismo quien está en causa.
El silencio, la aparente pasividad de Dios ante la muerte de Jesús se rompe «al tercer día». La resurrección de Jesús de entre los muertos y su constitución como «Hijo de Dios con poder», vienen a confirmar la verdad de su pretensión y de su causa. Ya no hay duda de que Dios es verdaderamente su Padre y le quiere, de que está con él y no con sus verdugos, aunque ostenten la máxima autoridad religiosa y política.
La resurrección de Jesús subvierte el orden establecido y desmiente sus falsas apariencias. A través de vigorosas antítesis, los primeros testigos de la Pascua muestran cómo la intervención de Dios ha desautorizado a los poderes constituidos, responsables de la crucifixión de Jesús (cf. Hch 2,22-24). En el fondo, es todo el antiguo régimen de mediciones (Sacerdocio, Ley, Templo...) el que, condenando a Jesús, había firmado su propia sentencia de muerte (cf. Mc 15,38).
La revelación de Dios culmina así de una manera inesperada, aunque coherente con sus manifestaciones anteriores. En el Antiguo Testamento, Yahvé se había identificado por su acción liberadora: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Ex 20,2). Pero seguía actuando el miedo a la muerte, que hace esclavos a los hombres. A partir de ahora el Dios liberador adquiere un nuevo apelativo: «el que resucitó a Jesús de entre los muertos» (cf. Rom 4,24; 8,11). Vencido el miedo a la muerte, la libertad más radical se hace posible: la libertad de sí mismo, que permite dar la vida por el otro, siguiendo el ejemplo del Maestro (Jn 13,14.34).
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