Vicente Altaba
Delegado Episcopal de Cáritas Española
Artículo publicado en Diario de Teruel el 2/04/2015
Resulta sorprendente que un sacramento tan importante para la vida cristiana, como la Eucaristía, haya perdido para muchos todo significado y contenido. Pero así parece ser. Para muchos, que incluso se confiesan cristianos, la Eucaristía quedó relegada a recuerdos de infancia que poco tienen que ver con la vida del día a día y menos con algo tan trascendente como el sentido de la vida. Y si es así, no resulta arriesgado aventurar que no hemos entrado en el “misterio” que entraña el don que se nos ofrece en Jueves Santo, pues en la Eucaristía, cuya memoria celebramos este día, se expresa y significa el sentido más hondo de la vida.
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), dice la Escritura al hablar de la Eucaristía. Y dice bien, pues podemos mirarla y descubrir en ella lo que es capaz de hacer el amor llevado hasta el extremo.
El amor tiene vocación de ser y hacerse presencia. Quien ama quiere estar con la persona amada. Quien ama dice y repite mil veces: “estoy contigo”, “te acompañaré siempre”, “jamás te abandonaré”, “no quiero separarme de ti”, “siempre estaremos unidos”, “nada ni nadie podrá separarnos”. Es lo que hace Jesús la noche del jueves santo. Quiere estar siempre con los suyos, con nosotros, los humanos, y se inventa este gran signo de su presencia permanente entre nosotros al tomar pan y vino en sus manos y decir: “Esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”. Aquí estoy y estaré siempre con vosotros.
Por otra parte, quien ha descubierto el amor ya no vive centrado en sí mismo, sino en la persona amada. Y lo que nos ofrece Jesús hoy es el gran signo de un amor hecho vida descentrada, vida que no se vive sólo desde sí mismo y para sí mismo. Su vida, que fue toda una pro-existencia, un vivir desde los otros y en favor de los otros, llega a plenitud cuando tomando el pan y el cáliz lleno de vino se identifica con ellos y dice a los discípulos, como relatan los sinópticos: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo entregado”; “tomad y bebed, esta es mi sangre derramada”. Y todo “por vosotros” (Cf Mt 26,26-29).
La Eucaristía es el sacramento de la vida entregada. De la vida entregada de Jesús y de la vida entregada con Jesús de los que nos unimos a él al recibirla. Una vida que nos descentra, que rompe nuestra autorreferencialidad y hace de nuestra vida una vida para los demás. Con razón dice Benedicto XVI que participar en la Eucaristía es “participar en el acto oblativo de Jesús”, es decir, hacer de nuestra vida una vida ofrecida y entregada con Jesús en favor de los otros.
Tanto nos abre a los hermanos la Eucaristía que el evangelista Juan en lugar del relato de la institución nos trae el relato del lavatorio de los pies donde el Jesús que nos entrega su cuerpo y su sangre es el que se pone a los pies de los hermanos dispuesto a lavarles los pies en la más humilde actitud de servicio (Cf Jn13,1-20). Así la Eucaristía es el sacramento de la vida hecha servicio.
Benedicto XVI dirá que una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor “es fragmentaria en sí misma”. Y el apóstol Pablo, al tomar conciencia de esas celebraciones eucarísticas en las que unos se hartan de comer y de beber mientras otros no tienen qué llevarse a la boca o pasan hambre y sed, dirá con toda crudeza que eso no es celebrar la cena del Señor y que esas celebraciones son escandalosas.
Cuando esto se descubre, la Eucaristía es el mejor antídoto contra la autorreferencialidad que nos encierra en nosotros mismos, contra el individualismo egoísta y “la indiferencia generalizada” que tantas veces denuncia Francisco como uno de los mayores males de nuestro tiempo.
Celebrar el Jueves Santo es celebrar con Jesús que la vida de los otros, en especial de los que sufren, nos afecta. Y nos afecta tanto que con Jesús queremos ser para ellos vida entregada, aunque nos cueste sangre, y vida puesta a sus pies en el servicio a su dignidad, a sus derechos, a su desarrollo humano, social y espiritual.
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