La sabiduría humana conoce la fuerza formidable del amor, equiparable a la de la misma muerte. En lo más profundo de la vivencia amorosa puede percibirse un deseo latente de inmortalidad, que G. Marcel ha expresado con frase lapidaria: «Amar a una persona significa decirle: tú no morirás». Esta profunda aspiración del corazón humano alcanza su plena verdad y consistencia en el amor divino. La revelación nos permite descubrir cómo el amor de Dios hacia el hombre crea una relación capaz de resistir a la erosión del tiempo y a la voracidad de la muerte.
La fe en la resurrección se apoya precisamente sobre el convencimiento de que el vínculo que une al hombre con Dios es más poderoso que las garras de la muerte. Dirigiéndose a la multitud congregada el día de Pentecostés, Pedro explica cómo Dios ha resucitado a Jesús, pues no podía quedar bajo el dominio de la muerte; en efecto, según el testimonio de la Escritura, Dios no abandona el alma de su siervo en el Hades ni permite que su santo experimente la corrupción (cf. Hch 2,24-32). Esta misma convicción va a alcanzar en Pablo una expresión apasionada, casi desafiante: «Ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38s).
Quien vive en comunión con Dios puede desafiar la muerte, porque tiene ya la vida eterna (cf. Jn 5,24). Pero la comunión con Dios se expresa y verifica en el amor a los hermanos: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (Un 3,14). El grano de trigo, si muere, da mucho fruto (cf. Jn 12,24). Una vida entregada por amor no puede quedar encerrada en el sepulcro; lleva en sí un germen de inmortalidad, porque «el amor no acaba nunca» (1 Cor 13,8).
Esta fuerza de amor que vence a la muerte tiene en la revelación cristiana un nombre personal: es el Espíritu Santo. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Como en la primera creación, el Espíritu de Dios es el principio activo de la vida nueva y definitiva (cf. Sal 104, 30; Ez 37,6; Jn 3,5s). Su presencia actual en el cristiano es prenda y primicia de la resurrección futura: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
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