Isaías 26,1-6
Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la roca perpetua.
Salmo: 117,1.8-9.19-21.25-27
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Mateo 7,21.24-27
No todo el que me dice: «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre.
Dios es la roca perpetua, por eso, el cimiento de su pueblo, el ánimo y la paz, están apoyados en la confianza en este Dios. Jesús nos invita a edificar nuestra casa sobre esta Roca firme, confiando plenamente, escuchando y viviendo la Palabra de Dios. No hay fuerza capaz de destruir tal edificio. La Palabra hoy -en todo el Adviento- es una invitación a actualizar la esperanza, pero sin olvidar que la roca no significa seguridad, sino fortaleza en la que ponemos nuestra esperanza: No hay nada que no pueda ser levantado de nuevo, nada que no pueda ser restaurado desde sus cenizas; nada de lo que haya pasado en nuestra historia personal, por muy dramático que haya sido, tiene el dominio sobre nuestro corazón; nada, si no queremos, puede endurecernos o entristecernos hasta el extremo.
El profeta Isaías, el acompañante de nuestro Adviento, nos recuerda hoy un cántico triunfal. Dios invierte la situación derribando a la ciudad encumbrada y haciendo de los humildes una ciudad fuerte: doblegó a los habitantes de la altura y a la ciudad elevada; la humilló, la humilló hasta el suelo, la arrojó al polvo, y la pisan los pies, los pies del humilde, las pisadas de los pobres. El Señor siempre favorece a los que confían en Él, de ahí les viene su firmeza y su fuerza.
Y por si no lo vemos del todo claro, Jesús nos lo explica con la comparación de la roca y la arena. No importa lo que nos suceda si verdaderamente ponemos la confianza en el Señor. A él le interesa el que actúa y cumple o intenta cumplir el querer del Padre, no el que dice “Señor, Señor” con los labios sin pasarlo por el tamiz del corazón.
Quizá puedo aprovechar este tiempo de Adviento para rellenar las grietas de mis cimientos con el hormigón de la oración, los sacramentos y las buenas obras, porque antes prefiero ser prudente que necio, como lo fue San Francisco Javier; un corazón grande y un alma noble, dijo San Ignacio de Loyola de este compañero suyo del que hoy hacemos memoria.
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