El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto
(Juan 15, 1-8)
La vid o la viña es el símbolo de Israel como pueblo de Dios. Frente a aquel pueblo que había sido infiel a Dios a lo largo de la historia, Jesús funda un nuevo pueblo, una comunidad humana nueva, verdadero pueblo de Dios, cuya identidad le viene de la unión con Jesús, que le comunica incesantemente el Espíritu, y el fruto de su actividad depende de ella.
Pero Jesús no ha creado un círculo cerrado, sino un grupo en expansión: todo miembro tiene un crecimiento que efectuar y una misión que cumplir. El fruto es el hombre nuevo, que se va realizando, en intensidad, en cada individuo, en la comunidad y, por la propagación del mensaje, en los de fuera.
El sarmiento no produce fruto cuando no responde a la vida que recibe y no la comunica a otros. En la alegoría, la sentencia toma el aspecto de poda. Pero esa sentencia no es más que el refrendo de la que cada uno se ha dado: al negarse a amar y no hacer caso al Hijo, se coloca en la zona de la reprobación de Dios. El sarmiento que no da fruto es aquel que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu; el que come el pan, pero no se asimila a Jesús.
Quien practica el amor tiene que seguir un proceso ascendente, un desarrollo, hecho posible por la limpia que el Padre hace. Con ella elimina factores de muerte, haciendo que el discípulo sea cada vez más auténtico y más libre, y aumente así su capacidad de entrega. Pretende acrecentar el fruto: en el discípulo, fruto de madurez; en otros, fruto de nueva humanidad. El sarmiento no tiene vida propia, necesita la savia, es decir, el Espíritu comunicado por Jesús.
El fruto está en función de la unión con él, de quien fluye la vida. Sin estar unido a Jesús, el discípulo no puede comunicarla (sin mí no podéis hacer nada). El porvenir del que sale de la comunidad por falta de amor es «secarse», es decir, carecer de vida. El final es la destrucción (los echan al fuego y se queman). La muerte en vida acaba en la muerte definitiva. Qué bien lo había entendido Juan en su carta cuando sentencia: «Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó». El amor es lo único que conduce a la vida verdadera y definitiva.
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