Nuestra vida en este mundo se parece a veces a un destierro. Aun sin llegar a situaciones extremas (violencia, marginación, soledad, enfermedad, vejez...), en nuestro vivir cotidiano predomina el tono gris y monótono. Nuestras ansias más profundas de amor, libertad y justicia parecen destinadas a quedar insatisfechas; ninguna realización llega a colmarlas. Los momentos de felicidad son más bien raros y efímeros. Cuando llegan, pensamos estar en otro mundo.
«En la casa de mi Padre hay muchas moradas... Me voy a prepararos el sitio» (Jn 14,2). La resurrección de Jesús ha abierto el acceso a un mundo nuevo, donde el hombre encontrará su verdadero hogar; allí podrá, al fin, descansar nuestro corazón inquieto. En medio de tribulaciones, y con una aguda conciencia de la fragilidad humana, Pablo sabe que «quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él juntamente con vosotros» (2Cor 4,14). La resurrección de Cristo constituye, en efecto, la primicia y el modelo de la nuestra (cf. ICor 15,20-22.45-49). Por eso el Apóstol puede exclamar confiado: «si esta tienda, que es nuestra morada terrena, se derrumba, tenemos una morada eterna en el cielo...» (¿Cor 5,1 s). El cielo en que sitúa su esperanza no es un espacio frío y descarnado, sino el ámbito del encuentro cara a cara con el Señor y del reencuentro feliz con los hermanos (cf. 2Cor 5,6-8).
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