Habiéndolo dejado todo por Cristo, Pablo llega a valorar positivamente la muerte, en la medida en que le permite alcanzarlo definitivamente: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Su mirada y sus deseos están centrados en Cristo: El es la meta de su carrera y el premio que compensa con creces todos los trabajos y penalidades de esta vida (cf. Flp 3,8-14).
Aun compartiendo la fe del Apóstol, nuestra actitud ante la muerte suele ser muy distinta. Cuesta dejar a las personas queridas, los hábitos y espacios que nos son familiares, las obras en que hemos volcado nuestras mejores energías. La perspectiva de morir se nos presenta como un violento desarraigo, como un profundo desgarro, como una amenaza. Y aunque hayamos aprendido a no mirar la muerte como enemigo, no podemos dejar de considerarla un intruso, una visita inoportuna y molesta.
Si comprendemos la resurrección como un nuevo nacimiento, nuestra vivencia de la muerte sería parangonable a la que, de manera inconsciente, puede vivir un niño en el momento de su alumbramiento. La expulsión violenta del seno materno es el precio necesario para que el niño pueda desarrollar todas sus posibilidades vitales. Entre otras cosas, sólo asi podrá conocer a su madre...
También nuestro ser hijos de Dios se halla como en período de gestación. Sumergidos en la muerte de Cristo por el bautismo, hemos recibido el Espíritu del Hijo, que nos hace vivir una vida nueva. Pero esta vida está todavía oculta con Cristo en Dios (Col 3,3). «Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (Un 3,2). Impulsados por el Espíritu podemos ya balbucear: «¡Abbá, Padre!»; pero nuestra relación filial se mueve a tientas; caminamos en la fe y no en la visión. «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13,12).
Ver a Dios cara a cara, conocerle como El nos conoce... expresan en el lenguaje bíblico la profunda intercomunión personal con el Padre y el Mijo que constituye el contenido central de la vida eterna (cf. Jn 17,3).
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