La resurrección de Jesús: acontecimiento y promesa [7/8]
El mundo es nuestra casa. La conciencia ecológica actual ha puesto de relieve la interdependencia entre el hombre y la naturaleza. Un falso concepto de progreso ha llevado a la explotación incontrolada de los recursos materiales, y a la contaminación y degradación del medio ambiente (atmósfera y suelo, ríos y mares...) en proporciones alarmantes y quizás irreversibles.
En este contexto, la imagen del alumbramiento puede emplearse también con un alcance más amplio, que incluya al entero universo. «La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto...» (Rom 8,19-22). Si hablamos del destino escatológico del hombre, no podemos entenderlo al margen del mundo: la resurrección es inseparable de la nueva creación.
Las promesas de Dios nos hablan de un mundo nuevo, en el que habitará la justicia (cf. 2Pe 3,13); donde no habrá muerte ni llanto (cf. Ap 21,4). Libre de toda alienación y decadencia, la humanidad alcanzará la libertad gloriosa de los hijos de Dios (cf. Rom 8,21), y, juntamente con el hombre, el uníverso entero será renovado, reconciliado y recapitulado en Cristo (cf. Col 1,19s).
Contra lo que puedan pensar algunas sectas, ignoramos el tiempo y la manera en que se realizará esta transformación del universo. Cuando Pablo, por ejemplo, escribe que Dios nos ha revelado por su Espíritu «lo que ojo nunca vio, ni oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado» (cf. 1 Cor 2,9), alude a la profundidad insondable de Dios y al misterio de salvación que se ha realizado en Cristo; si a través de esta revelación podemos saber y esperar «lo que Dios tiene preparado para los que lo aman», no por eso conocemos la configuración concreta del mundo escatológico.
De un futuro que nos trasciende sólo podemos hablar con reservas, mediante aproximaciones e inferencias, manteniendo la tensión entre continuidad y ruptura. Aun así, podemos decir esto: El mundo del hombre participa también de su destino eterno. No es como el andamiaje que se abandona al terminar una obra, sino más bien como los materiales que se integran en la construcción de la casa. Todos los bienes que Dios ha creado para el hombre y todo lo que hay de bueno en la misma obra humana está llamado a integrarse en la realidad del Reino consumado. Como dice el Concilio Vaticano II, «los bienes de la dignidad humana, de la unión fraterna y de la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios ya de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino» (Gaudium et Spes, 39).
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