El comienzo de año es solo una fecha, una convención. Que el ser humano siempre se las apaña para prosperar e ir a más es una evidencia a demás de una convicción profunda para mi, porque las cosas nunca dejan de ser cosas y tienen solo el valor que nosotros queramos darles, mientras que la vida es esperanza, el mayor valor que tenemos, el que más buscamos y por el que luchamos, el que queremos eternizar.
Parroquia La Milagrosa (Ávila)
jueves, 31 de diciembre de 2015
María, madre, mujer. Mucho de lo de Dios lo aprendió Jesús de ella (1E Santa maría madre de Dios)
Me gusta esta reflexión de Ana Izquierdo y la comparto con vosotros:
Parece que estuviéramos lanzando una exclamación: ¡SantamaríamadredeDios!, y además así, todo seguido y sin parones. Después de celebrar Noche Vieja… seguro que a algunos la cabeza aún nos retumba... nos molesta un poco la luz y pedimos que nos hablen bajito… y sí. Nos sale invocar a algún santo o santa de nuestra devoción particular. Los ojos semicerrados y las manos masajeando las sienes. Sobre todo si hay niños alrededor, derrochando energía matutina y esperando el desayuno con urgencia. Es lo que tiene la combinación en convivencia de los distintos biorritmos humanos. Unos soñando con un café cargadito y muuuucho silencio, y otros con sus saltos mañaneros demandando más jarana. Algunas (quizás algunos también) ya arremangados recogiendo los restos de la fiesta nocturna, o enfrascados preparando la comida de Año Nuevo, más familia, más encuentros, o no. También habrá quien esté escuchando el concierto de la 2, con su Caballería Rusticana y el palmeo del público entusiasta… quién sabe. O viendo los saltos de esquí, o la reposición de los programas musicales de la velada anterior, hay para todos los gustos. Otros aún duermen. Seguro. Es posible que muchos estén en habitaciones de hospital, como pacientes, como acompañantes, como profesionales. O en otros lugares, residencias de ancianos, cárceles, de guardia en variados servicios, en la hostelería, de vacaciones o no. Fuera del hogar, o no. Esperando familiares o amigos, o no. Y otros quizás estén a solas, puede que en soledad, elegida o no. Sea cual sea la opción que viva cada uno, siempre hay espacio y tiempo para descubrir en ella los dones de Dios. Encontrar unos minutos para agradecer, para repensar que empieza un nuevo año, y que vendrá lleno de nuevas oportunidades para aprender a ser y a hacer feliz. Para vivir con confianza en la providencia de Dios.
Nosotros celebramos este día, además la onomástica de nuestra hija. SantamaríamadredeDios. Y en su caso, sí, como una exclamación y de corrido. Preparando su bautismo, cuando nuestro párroco nos pidió que eligiéramos que día preferíamos de las distintas opciones (la fiesta del 8 o del 12 de septiembre, la del 1 de enero, y alguna otra que he olvidado), recuerdo que su padre y yo nos miramos un segundo y estaba claro. SantamaríamadredeDios. Y ya les digo, seguidito y sin parones. La intensidad vital, ya manifiesta durante embarazo y primeros días de la vida de nuestra pequeña María… nos decidió, sin duda ninguna, por esa advocación. La gente que la conoce siempre se sonríe cuando nos lo ha oído contar entre amigos. Elegimos el nombre de María por muchos motivos, que les ahorro, pero les voy a compartir dos por los que aún María la madre de Jesús, es siempre referente para mí. Sin meterme, para nada, en disquisiciones mariológicas muy profundas.
María, madre, mujer. Siempre al lado de su hijo, y dejando que su hijo viviera por sí mismo, su propia vida. Con la confianza puesta en una benevolencia y una providencia que superaba a ambos y que a ambos sostenía. Con capacidad para miles de preguntas, con muy pocas respuestas, y seguir caminando. Con una mirada centrada en el aquí y el ahora, pero no sólo. Con una esperanza labrada en hacer sin olvidar dejar hacer. Mucho de lo de Dios lo aprendió Jesús de ella. Necesariamente. Madre de un ser perfecto en el amor. Madre del Amor. Madredelamorhermoso. Exclamaba mi abuela. También sirve.
Santa María Madre de Dios.
Feliz Año Nuevo.
Y felicidades a todas las Marías, madres o no. Les propongo se autoregalen hoy escuchar el Ave María de Tomás Luis de Victoria.
miércoles, 30 de diciembre de 2015
Lo que más necesitamos es escuchar una palabra que suene a cercanía, a amor y a comprensión (31D Navidad)
Juan 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra
El verdadero Dios es un Dios que se comunica. Desde siempre, desde toda la eternidad, Dios se ha comunicado, porque no es un Dios solitario sino una comunidad, una Trinidad. Comunicarse pertenece a la esencia misma de Dios.
Y desde que existe el ser humano, Dios se ha comunicado también con él. No sólo se comunicó a través de los profetas, sino que también, en el corazón de cada mujer y de cada hombre, Dios buscó la manera de hacer oír su voz, su Palabra. La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Finalmente, Dios quiso mezclarse con nosotros en nuestro mundo, en nuestra misma vida, para comunicarse con nosotros en una cercanía total. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Esto es lo que estamos celebrando en Navidad. Por eso, a la hora de dar un nombre al Hijo de Dios hecho hombre, el evangelio de Juan lo llama la Palabra. Dios es Palabra, Dios es comunicación. Que es lo que más necesitamos todos: escuchar una palabra que suene a cercanía, a amor y comprensión. Esto es Jesús, el Hijo de Dios, Palabra de amor de Dios mismo.
martes, 29 de diciembre de 2015
Por amor, Dios hizo cosas que, si no lo hubiera dicho el evangelio, no lo habríamos creído (30D Navidad)
Lucas 2,36-40
El Niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría
Si no lo hubiera dicho el evangelio, no lo habríamos creído: que Dios podía crecer en todo, en talla, en inteligencia, incluso en sabiduría, hasta llegar a la insuperable sabiduría que Jesús demostró, por ejemplo, en las parábolas con las que nos explicó cómo es el reino de Dios. Muchos pensadores -e incluso teólogos- habían dicho que Dios no podía crecer en nada porque lo tenía todo, que Dios no podía cambiar su ser porque es inmutable, etc. Pero dicen que el amor es muy ingenioso. Y el amor de Dios es, además, todopoderoso.
Por amor, Dios hace cosas que a nosotros nos parecían imposibles. Por amor, Dios se convierte en un niño pequeño. Por amor, Dios a aprende una lengua, como la aprendimos nosotros, poco a poco, con muchos titubeos. Por amor, Dios aprende un oficio y lo práctica como se practicaba en aquel tiempo. Porque quiso en todo ser como nosotros, menos en el pecado, para damos la seguridad de que Él conoce nuestra vida y nuestra dificultades. Éste es el gran misterio de la Navidad: dios-con-nosotros. En todo y en todo momento.
lunes, 28 de diciembre de 2015
Vence la indiferencia y conquista la paz - Día Mundial de la Paz 2016 - Papa Francisco (1 DE ENERO DE 2016)
Vence la indiferencia y conquista la paz
1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.
Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar las razones de la esperanza
2. Las guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidariedad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones críticas.
Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1], la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto[2].
En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3].
Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidariedad. Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.
Algunas formas de indiferencia
3. Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia».
La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo[5]; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana»[6].
La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario[7]. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes»[8].
La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete[9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien»[10].
Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás[11], por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa[12].
En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.
La paz amenazada por la indiferencia globalizada
4. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra»[13]. En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[14]. El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida[15].
En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad[16].
Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza[17].
Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?[18]
De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).
Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20].
También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros[21]. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con auténtica solidariedad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas»[22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[23], porque la compasión surge de la fraternidad.
Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo[24].
Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
6. La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25].
Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26].
Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona»[27]. Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente lícito.
La paz: fruto de una cultura de solidariedad, misericordia y compasión
7. Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana.
Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados[28].
Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8. En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario.
FRANCISCUS
Notas
[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1.
[2] Cf. ibíd., 3.
[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 14-15.
[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43.
[5] Cf. ibíd., 16.
[6] Carta. enc. Populorum progressio, 42.
[7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 19).
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60.
[9] Cf. ibíd., 54.
[11] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 92.
[12] Cf. ibíd., 51.
[13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (7 enero 2013).
[14] Ibíd.
[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011.
[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.
[17] «Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59).
[19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2.
[20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 12.
[21] Cf. ibíd., 13.
[22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38.
[23] Ibíd.
[24] Cf. ibíd.
[25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015).
[27] Ibíd.
[28] Cf. Ángelus (6 septiembre 2015).
[29] Cf. Discurso a una delegación de la Asociación internacional de derecho penal (23 octubre 2014).
La propuesta evangélica, siempre alegre y entusiasta, lleva consigo una ineludible dosis de incomodidad (29D Navidad)
Lucas 2, 22-35
Luz para alumbrar a las naciones
María, José y el Niño se someten a un doble rito: un rito de purificación y de presentación a Dios del hijo primogénito. Y, al cumplir este doble rito, lo llevan a su plenitud, de tal manera que incluso queda superado. María no tenía ninguna necesidad de ser purificada, porque desde el comienzo de su existencia era Inmaculada. De esta manera, en el mismo acto de someterse a él, ese rito quedó vacío de sentido. No sólo para María, la Madre de Jesús, sino también para toda madre. En el Nuevo Testamento no se habla ya de un rito de purificación para las madres. Por ello ese rito ha desaparecido en la Iglesia, en el Pueblo de Dios inaugurado por el Hijo de María. Porque la procreación como tal y la maternidad, lo mismo que la paternidad, pertenecen al plan creador de Dios y, por ello, no necesitan de ninguna purificación.
Así, con la entrada de la Sagrada Familia en el Templo de Jerusalén asistimos al mismo tiempo a la superación de la Primera Alianza y al comienzo de la Nueva Alianza sellada en la persona de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María.
El evangelista sabe cuál fue la relación de Jesús con su pueblo y el desenlace de su oferta mesiánica. Y lo predice por boca de Simeón, en palabras sombrías: por causa de Jesús unos se levantarán y otros caerán. Jesús, el que es y trae la buena noticia, resulta una “bandera discutida”; el que es y trae el “consuelo” de Israel, trae también la espada; impulsa y estimula, no viene al mundo para que todo siga igual. Y, si lo nuestro es opción por la comodidad y perezosa rutina, su llamada nos causa “sarpullido” y nos coloca en una situación de crisis de la que hay que intentar salir airosos.
Sería un pecado aguar las fiestas navideñas; comparto plenamente la afirmación de Lutero de que “el gozo es el birrete doctoral de la fe” (M. Lutero). Pero Navidad es mucho más que pandereta y castañuelas. La propuesta evangélica, siempre alegre y entusiasta, lleva consigo una ineludible dosis de “seriedad”; a veces, de “incomodidad”.
Sería un pecado aguar las fiestas navideñas; comparto plenamente la afirmación de Lutero de que “el gozo es el birrete doctoral de la fe” (M. Lutero). Pero Navidad es mucho más que pandereta y castañuelas. La propuesta evangélica, siempre alegre y entusiasta, lleva consigo una ineludible dosis de “seriedad”; a veces, de “incomodidad”.
domingo, 27 de diciembre de 2015
Tantas injusticia, hoy y siempre, padecidas por los frágiles, ¿cuándo acabaran? (28D - Santos Inocentes)
Mateo 2,13-18
Herodes mandó matar a todos los niños en Belén
La matanza de los Niños Inocentes nos recuerda con la claridad de la violencia más brutal cómo es el mundo en el que acaba de nacer el Hijo de Dios. Así era entonces y así es hoy, cuando sigue habiendo tantas guerras -las que salen en los periódicos y otras de las que no se habla- con miles y miles de víctimas y millones de refugiados; tanto las víctimas como los refugiados son en su gran mayoría mujeres y niños, una vez más los inocentes. Nada de esto sucede por culpa de Dios, que no se contentó con damos los diez Mandamientos, sino que, además, quiso venir Él mismo a enseñamos cómo podemos vivir como hermanos e hijos de Dios.
Pero la ambición de los poderosos como Herodes y la indiferencia en la que siguen encerrados otros muchos sigue haciendo posibles nuevas matanzas de inocentes. Hoy agradeceremos al Hijo de Dios el que haya querido correr los mismos peligros y padecer las mismas injusticias que las víctimas y los refugiados de todos los tiempos. Y le pediremos que nos dé más sensibilidad hacia los sufrimientos de los santos inocentes de hoy.
sábado, 26 de diciembre de 2015
Curso de DSI, en la Casa Social sobre la Economía y el Pensamiento Social
En el Boletín de diciembre de 2015 de la Casa Social Católica de Ávila han publicado el programa del próximo curso de DSI, esté años sobre la Economía y el Pensamiento Social. Las clases son los martes desde eñ 26 de enero a las 20 h. en las aulas de la Casa Social
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