A los que crean les acompañaran signos
(Marcos 16, 15-20)
Jesús se despide de los discípulos definitivamente con un encargo: «Id por el mundo entero a proclamar el mensaje por todas partes». De ahora en adelante no deberán limitarse al pueblo judío, pues el mensaje de Jesús es universalista y mira a la humanidad entera. Ya no hay un pueblo elegido, sino que es toda la humanidad la elegida y destinada a experimentar la salvación de Dios. Además no habrá lugar donde no se deba anunciar este mensaje de resurrección y vida de Jesús: hay que proclamarlo «por todas partes». Ningún rincón de la tierra, ningún país, ningún grupo de personas estará excluido en principio del reino, pues Jesús ha venido para que no haya excluidos del pueblo ni pueblos excluidos.
Pero la tarea iniciada por Jesús de hacer del mundo una fraternidad que confiese a un solo Dios como Padre y considere que todos somos hermanos queda aún por completar. Seremos sus discípulos quienes anunciemos que hay que cambiar de mente -convertirse- y sumergir en las aguas de la muerte nuestra vida de pecado -bautizarse- para llegar a la orilla de una comunidad donde todos entienden a Dios como Padre y se consideran hermanos unos de otros, o lo que es igual, libres para amar, iguales sin perder la propia identidad, siempre abiertos y dispuestos a acoger al otro, aunque no sea de los nuestros, y solidarios.
Para ello contamos con la ayuda de Jesús, cuyos signos de poder nos acompañarán: podremos arrojar los demonios de las falsas ideologías que no conducen a la felicidad, seremos capaces de comunicar el mensaje de amor a todos, hablando lenguas nuevas, el maligno no tendrá poder sobre nosotros -ni las serpientes ni el veneno nos harán daño- y pasaremos por la vida remediando tanto dolor humano.
Este es el legado que nos dejó Jesús antes de irse con Dios, con un Dios que, desde que Jesús se bautizó en el Jordán, no habita ya en lo alto del cielo sino que anida en lo profundo del ser humano, convertido desde el bautismo de Jesús en el nido y templo de un Dios, antes llamado «altísimo», pero a quien Jesús nos enseñó a llamar «Padre» con lo que evoca esta palabra de entrega, amor y comunicación de vida.
En el libro de los Hechos se nos recuerda que la misión del discípulo y de la comunidad cristiana es universal y centrífuga: Ningún país, ninguna lengua, ninguna raza o cultura debe quedar sin que se le anuncie la buena noticia.
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