Mc 14, 17
En el relato de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual, hay un
significativo desplazamiento de lenguaje. El texto comienza diciendo: «El
primer día de los ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dicen los
discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?… » (Mc
14,12). Sin embargo, cuando es Jesús quien da las instrucciones para el dueño
de la casa, habla de «cenar con mis discípulos», desaparecen las alusiones a lo
litúrgico y no hay ya ni una palabra sobre ázimos, cordero, hierbas amargas,
oraciones o textos bíblicos: solo pan y vino, lo esencial en una comida
familiar. Quiere cenar con los suyos y para eso necesitan encontrar una sala en
la que haya espacio para estar juntos: ese es el único objetivo que permanece y
que Lucas subraya aún con más fuerza « ¡Cuánto he deseado cenar con vosotros
esta Pascua! » (Lc 22, 15). El «con vosotros»es más intenso que la
conmemoración del pasado, lo ritual deja paso a los gestos elementales que se
hacen entre amigos: compartir el pan, beber de la misma copa, disfrutar de la
mutua intimidad, entrar en el ámbito de las confidencias.
Su relación con ellos venía de lejos: llevaban largo tiempo caminando,
descansando y comiendo juntos, compartiendo alegrías y rechazos, hablando de
las cosas del Reino. Él buscaba su compañía, excepto cuando se marchaba solo a
orar: había en él una atracción poderosa hacia la soledad y a la vez una
necesidad irresistible de contar con los suyos como amigos y confidentes. Al
principio ellos creyeron merecerlo: al fin y al cabo lo habían dejado todo para
seguirle y se sentían orgullosos de haber dado aquel paso; les parecía natural
que el Maestro tomara partido por ellos, como cuando los acusaron de coger
espigas en sábado y él los defendió (Mc 2,23-27); o cuando el mar en tempestad
casi hundía su barca y él le ordenó enmudecer (Mc 4,35-41); o cuando volvieron
exhaustos de recorrer las aldeas y se los llevó a un lugar solitario para que
descansaran (Mc 6,30-31).
Sin embargo, las cosas que él decía y las conductas insólitas que
esperaba de ellos les resultaban ajenas a su manera de pensar y de sentir, a
sus deseos, ambiciones y discordias y una distancia en apariencia insalvable se
iba creando entre ellos: le sentían a veces como un extraño venido de un país
lejano que les hablaba en un lenguaje incomprensible.
Pero aunque ninguno de ellos se sentía capaz de salvar aquella
distancia, Jesús encontraba siempre la manera de hacerlo. El día en que admiró
la fe de los que descolgaron por el tejado al paralítico (Mc 2,5), estaba en el
fondo reconociéndose a sí mismo: también él removía obstáculos con tal de no
estar separado de los suyos y nada le impedía seguir contando con su presencia
y con su compañía, como si los necesitara hasta para respirar. Ellos se
comportaban tal y como eran, más ocupados en sus pequeñas rencillas de poder
que en escucharle, más interesados en lo inmediato que en acoger sus palabras,
torpes de corazón a la hora de entenderlas. Pero él se había ido inmunizando
contra la decepción: los quería tal como eran sin poderlo remediar, los
disculpaba, seguía confiando en ellos.
«Todos vais a tropezar, como está escrito: Heriré al pastor y se
dispersarán las ovejas del rebaño» (Mc 14,27), dijo durante la cena. No habló
de culpa, ni de abandono, ni de traición: eran amigos frágiles que tropezaban y
no se puede culpar a un rebaño desorientado cuando se dispersa y
se pierde. Sabía que iban a abandonarle pronto y que, si no habían sido capaces
de comprenderle cuando les hablaba de sufrimiento y de muerte, tampoco lo
serían para afrontarlo a su lado, pero sobre sus hombros no pesaba carga alguna
de reproches o de recriminaciones. Libre de toda exigencia de que
correspondieran a su amor, estaba seguro de que, lo mismo que su abandono en el
Padre le daría fuerza para enfrentar su hora, aquel extraño apego que sentía
por los suyos sería más fuerte que su decepción por su torpeza.
Y seguiría considerándolos amigos, también cuando uno de ellos llegara
al huerto para entregarle con un beso.
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