Los cristianos recordamos cada año en el día de
Viernes Santo un acontecimiento histórico luctuoso: el suplicio de una muerte
ignominiosa aplicada al más justo de los justos, a Jesús de Nazaret. Tuvo como
antecedentes inmediatos una serie de sufrimientos morales y espirituales a la
altura del suplicio de la cruz, desde la traición de un amigo y discípulo Judas
hasta la soledad y el abandono de casi todos los suyos, incluso la aparente
indiferencia de Dios: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” grita
Jesús en el desamparo total. Eso es lo que recordamos en el Viernes Santo los
cristianos. Pero no sólo lo recordamos sino que lo conmemoramos. No es un puro
recuerdo del pasado lleno de sentimientos de pena e indignación, sino que lo
actualizamos celebrando en el presente los frutos salvíficos del suplicio de la
cruz. Somos salvados por esa muerte en cruz; no tanto por los tremendos
sufrimientos de tal suplicio, sino por el amor tan grande que llevó a Jesús a
afrontar sin titubeos semejante prueba. La verdad y autenticidad de toda su
vida sin fisura alguna fue tal, que nada ni nadie pudo hacerle retroceder ante
una muerte en cruz. Es una muerte así, afrontada por amor y pudiéndola haber
evitado, lo que corrobora la autenticidad de su vida y salva. Dada la
injusticia de ese mundo, si Jesús murió como murió fue porque vivió como murió.
La muerte en cruz de Jesús nos recuerda las muchas
cruces y crucificados que siguen existiendo en nuestros día. Aún no se han
acabado ni los verdugos ni las víctimas. Sigue habiendo los Judas traidores que
venden a sus hermanos por un puñado de dinero, por unos gramos de droga, por
una tramposa ilusión de un trabajo inexistente. Sigue habiendo condenas injustas
con la complicidad de los Pilatos que se lavan las manos. Sigue habiendo quienes
que se reparten la túnica ensangrentada de los condenados a una vida
miserablemente inhumana; niños que habiéndoles robado su inocencia se
convierten en inmisericordes soldados verdugos y al mismo tiempo en víctimas
ignorando a qué señores de la guerra sirven y qué indignos y turbios intereses los
manipulan. Sigue habiendo tráfico de personas que denigrándolas hasta
convertirlas en objetos despreciables, obtienen sustanciosos beneficios. Sigue
habiendo guerras, refugiados, pateras y un mar que los sepulta. Y cristianos
que, por serlo, reproducen en sus vidas la misma pasión y cruz y muerte de
Jesús
Pero en este mundo en que abundan los crucificados, también
hay cireneos que hacen más llevadera la cruz de los injustamente condenados por
la vida. También hay verónicas que sienten compasión por crucificados y
enjuagan con el paño de su compasión el sudor y sangre de los crucificados por
la vida. También hay soldados compasivos que emplean su lanza no para herir más
profundo y producir más dolor y muerte, sino para clavar en ella una simple
esponja empapada en el vino agridulce de la compasión, e intentan aliviar la sed
de justicia de los ajusticiados. Y también hay centuriones que desde su
rectitud de conciencia son capaces reconocer la justicia en un condenado; de
reconocer que hay crucificados que son “verdaderamente son hijos de Dios”.
Dios calla el Viernes Santo. Quizás para que
nosotros hablemos en su lugar y nos pronunciemos a favor de quienes estamos: si
del lado de las víctimas o de los verdugos. Si somos misericordiosos o
indiferentes. Y en su silencio prologando, Dios se reserva la última palabra
hasta el día de Pascua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario