Esto os mando: que os améis unos a otros
(Juan 15,9-17)
Pocas palabras deben saturarnos tanto en el lenguaje cotidiano como ésta: «amor». La escuchamos en la canción de moda, en los programas de televisión cada vez más superficiales, en el lenguaje político, en la telenovela. Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente ¡Pero, sin embargo, la palabra es la misma!
Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última palabra. Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor «rosado», dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano. El amor de Jesús no es el que busca su «sentir» o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes ama.
Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que «la medida del amor es amar sin medida».
La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del imperio romano, se transformó en la máxima expresión de amor de todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y sufrimiento, pasó a ser signo vivo de más vida. En realidad con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que dice que debemos «amar al prójimo como a nosotros mismos»; si debemos amar «como» Él, es porque debemos amar más que a nosotros mismos, hasta ser capaces de dar la vida.
La cruz es la «escuela del amor»; no porque en sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino porque lo que es bueno es el amor ¡hasta la cruz!: El amor que nos enseña a mirar ante todo al ser amado, y más que a nosotros mismos, que nos enseña a no prestar atención a nuestra vida, sino la vida de quienes amamos; el amor, también, que nos enseña a ser libres hasta de nosotros mismos, siendo «esclavos de los demás por amor».
Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el «amor mayor». A ese amor somos invitados, a amar «como» él movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor permanecerá, como permanece la rama unida a la planta para dar fruto.
Hoy la Iglesia española, al menos, celebra el Día del Enfermo recordándonos que estar cerca de ellos es una exigencia del amor cristiano. Son los últimos, por no tener no tienen ni salud. Nuestra sociedad suele ocultar a los enfermos, se les atiende mucho mejor en los hospitales, pero se suele olvidar el estar con ellos. En este día podemos visitarlos, acompañarlos, animarlos, hacerlos presentes en nuestras comunidades parroquiales, en ocasiones celebrar con ellos la Unción de los enfermos, ofrecerles un regalo y acercarnos a sus sufrimientos.
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