El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante
(Juan 15, 1-8)
Jesús repite continuamente la palabra permanecer. La evidente comparación de la vid y los sarmientos y la realidad de nuestra pobreza y debilidad frente a la riqueza y a la vida de Dios nos fuerzan a admitir esta gran verdad: que si no estamos unidos al Hijo, que nos comunica la vida de Dios, nuestra vida no dará frutos, ni siquiera hojas.
Pero luego, metidos en nuestros respectivos trabajos y en las prisas de la vida, todos tendemos a olvidarla. Y más de una vez nos sorprendemos intentando vivir la vida a nuestra manera y con nuestros propios recursos. O tal vez predicándonos a nosotros mismos al mismo tiempo que pretendemos dar testimonio de Cristo.
Podemos preguntarnos hoy con honestidad si estamos suficientemente unidos a Él, si su savia es la que circula por nuestra vida, si es la que nos alimenta y nos hace fuertes, la que hace producir en nosotros buenos frutos… Siempre tenemos tiempo de volver a Él. Aunque nos alejemos, Él no se cansa nunca de esperar.
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