Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio
(Marcos 1,12-15)
Cuarenta días de diluvio antes del arcoíris, cuarenta años de Israel tras dejar Egipto, cuarenta días de Moisés en la montaña pactando con Dios, cuarenta días de Elías caminando para volver al monte de la alianza, cuarenta días paso Jesús en el desierto y otros muchos cuarenta bíblicos elementos que simbolizan tiempo de prueba, de crisis, tiempo de preparación para algo. De gestación. ¿Saben cuánto dura un embarazo humano? ¡Justo!... 40 semanas. Y Cuarenta días dura el desierto de nuestra cuaresma.
La experiencia del “desierto” es un símbolo grandioso que nos habla de desapego, de austeridad, de soledad, de lucha, de tentación. Todo esto tiene que ver con aquello que nos prepara para seguir a Jesucristo hasta la Pascua, para vaciarnos de todo lo que no sea de Dios.
Hay muchas clases de desiertos: geográficos, sociales, humanos, espirituales. Todos nos hablan de marginación y dureza, de dificultad y de lucha; pero también de fe y esperanza, de oración y compromiso. Y es buena noticia que Jesús fuera al desierto. Quiere decir que estas experiencias están redimidas y pueden ser redentoras.
Y es buena noticia saber que Jesús fue al desierto no por caprichoso o curiosidad, sino empujado por el Espíritu Santo. Casi resulta sorprendente. Jesús se sentía dominado enteramente por es Fuerza de Dios. Y la fuerza se manifestaba con amor. Movido por esta Fuerza-Amor, sería “enviado a evangelizar a los pobres... a dar libertad a los oprimidos...”. Movido por esta Fuerza-Amor, expulsaría a los demonios y devolvería la salud a los enfermos. Movido por esta Fuerza-Amor, denunciaría la injusticia y entregaría su vida. Movido por esta Fuerza-Amor, se marcharía al desierto.
Esta permanencia de Jesús en el desierto es, por lo tanto, una respuesta de amor. Entra el en desierto para dejarse envolver más por el amor del Padre, para meditar y saborear la palabra que ha escuchado, para estar a solas con Dios.
Todas las experiencias del desierto, escogidas o forzadas, deben ser experiencias de amor. A través de ellas, de un modo o de otro, Dios te prepara para un encuentro con Él con profundidad, para llevarte a una mayor libertad, y de ahí, probablemente, a un mayor compromiso. Que quede claro, el desierto no tiene por qué ser un lugar terrible; aunque no lo parezca, el desierto es un lugar de amor. Así se expresa Dios mismo: “Voy a seducirle, le llevaré al desierto y le hablaré al corazón”(Os 2, 16-18). “Lo encontró en el desierto... y lo cubrió, lo alimentó, lo cuidó como a la niña de tus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así extendió sus alas y lo tomó y lo llevó sobre sus plumas” (Dt 32, 10-11). Te conviene un poco de desierto, para que sientas el cuidado y el cariño del Señor.
Pero el desierto también es lugar de prueba. No es lugar de turismo, sino de combate. La sequedad, la soledad, el despojo, los recuerdos, las dudas... no tienes ningún colchón donde descansar. Y surgirá la tentación. Irremediablemente surgirá: sobre ti mismo, sobre tu misión, sobre tu obra, sobre tu imagen, sobre tu fe; y sobre los demás, pero sobre todo, sobre Dios.
Así pues, el desierto es lugar de amor, lugar de prueba, lugar de decisión. El desierto es lugar de despojo y anonadamiento, pero por eso mismo lugar de encuentro con Todo, con la Zarza ardiendo de Amor. El desierto es también lugar de soledad, de silencio, pero también de búsqueda. Al final puede ser lugar de respuesta, lugar de luz, lugar de encuentro.
Cuarenta horas, o cuarenta días, o cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años de gestación para "dar a luz", para aceptar el querer del Padre, para abrise a su misericordia, para experimentar en nosotros y practicar con los hermanos el perdón y el amor, para llegar a morir y resucitar con su Hijo.
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