La mirada al futuro no debe desviar nuestra atención de las urgencias del presente: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (Hch 1,11). La nueva Jerusalén no vendrá llovida del cielo. Para nosotros, la resurrección no es sólo una promesa, es también una tarea, según el mandato de Jesús: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios» (Mt 10,8). La tarea es más urgente porque vivimos en una sociedad enferma de necrofilia que hace de la muerte un espectáculo para el consumo de masas, a la vez que, incapaz de darle un sentido, rehuye y reprime el enfrentamiento personal con ella; una sociedad obsesionada por elevar su calidad de vida, pero que puede aceptar pasiva o indiferente la mortalidad infantil en el Tercer Mundo y el genocidio de minorías étnicas, el aborto y la eutanasia, el tráfico de armas y las drogas...
Frente a esta cultura de la muerte, los cristianos estamos llamados a continuar la misión sanadora y resucitadora de Jesús. La fe en la resurrección se proyecta activamente en la lucha cotidiana por la paz, la justicia y la integridad de la creación.
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