Parroquia La Milagrosa (Ávila)

sábado, 31 de enero de 2015

Un retiro a tiempo...



El pasado 28 de enero la Comunidad Interprovincial de Formación Inicial [CIFI] realizó un retiro, en esta ocasión en la ciudad de Ávila, en la comunidad de Misioneros Paúles que allí desarrolla su misión. Salimos de Salamanca a las 8 de la mañana, llegando una hora después a la ciudad teresiana por excelencia. Nos recibió el Padre Superior de la Casa, Felipe Nieto, que fue quien orientó nuestro retiro.

Comenzamos con la oración de laudes y una primera reflexión acerca de la experiencia humana de Cristo y san Vicente y de cómo ésta nos debe interpelar para descubrir en nosotros una espiritualidad, en nuestro caso, la de los pobres. Terminada la reflexión, cada uno tuvo la oportunidad de hacer una meditación personal: unos caminando por los alrededores, otros por la casa. Todos tuvimos la posibilidad de encontrarnos con el Señor.

Terminado este primer tiempo personal, se abrió un tiempo comunitario de oración, seguido de una buena comida, ambas con la comunidad. Después, como algunos de nosotros no conocíamos Ávila, el P. Antonio (director de la CIFI) nos hizo entrar en una pequeña dinámica teresiana. Un momento muy agradable, y no menos espiritual, pues conocer las huellas de Teresa es algo impresionante.

A las cinco y media de la tarde tuvimos la ocasión de compartir en grupo nuestra experiencia con el Señor y, como el mejor compartir es en la Eucaristía, nada mejor que terminar nuestro día con ésta.

En resumen, fue un día muy importante, que todos nosotros esperábamos; estuvo a altura de nuestras necesidades de vida pues los exámenes, recién terminados, exigían esta parada.

João Soares, cm (Provincia Portugal)
Fuente: Cificm 




viernes, 30 de enero de 2015

Espiritualidad Misionera




87. La actividad misionera exige una espiritualidad específica, que concierne particularmente a quienes Dios ha llamado a ser misioneros.

Dejarse guiar por el Espíritu

Esta espiritualidad se expresa, ante todo , viviendo con plena docilidad al Espíritu; ella compromete a dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo. No se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la gracia y por obra del Espíritu. La docilidad al Espíritu compromete además a acoger los dones de fortaleza y discernimiento, que son rasgos esenciales de la espiritualidad misionera.

Es emblemático el caso de los Apóstoles , quienes durante la vida pública del Maestro, no obstante su amor por él y la generosidad de la respuesta a su llamada, se mostraron incapaces de comprender sus palabras y fueron reacios a seguirle en el camino del sufrimiento y de la humillación. El Espíritu los transformará en testigos valientes de Cristo y preclaros anunciadores de su palabra: será el Espíritu quien los conducirá por los caminos arduos y nuevos de la misión, siguiendo sus decisiones.

También la misión sigue siendo difícil y compleja como en el pasado y exige igualmente la valentía y la luz del Espíritu. Vivimos frecuentemente el drama de la primera comunidad cristiana, que veía cómo fuerzas incrédulas y hostiles se aliaban "contra el Señor y contra su Ungido" (Act 4, 26). Como entonces, hoy conviene orar para que Dios nos conceda la libertad de proclamar el Evangelio; conviene escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13) .

Vivir el misterio de Cristo "enviado"

88. Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar. Pablo describe sus actitudes: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de si mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un hombre; y se humilló a si mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 5-8).

Se describe aquí el misterio de la Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz.

Al misionero se le pide "renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos" [172]: en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador. A esto se orienta la espiritualidad del misionero: "Me he hecho débil con los débiles ... Me he hecho todo para todos, para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio" (1 Cor 9, 22-23).

Precisamente porque es "enviado", el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. "No tengas miedo ... porque yo estoy contigo" (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre.

Amar a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado

89. La espiritualidad misionera se caracteriza además, por la caridad apostólica; la de Cristo que vino "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52); Cristo, Buen Pastor que conoce sus ovejas, las busca y ofrece su vida por ellas (cf. Jn 10). Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo.

El misionero se mueve a impulsos del "celo por las almas", que se inspira en la caridad misma de Cristo y que está hecha de atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente. El amor de Jesús es muy profundo: él, que "conocía lo que hay en el hombre" (Jn 2, 25), amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada.

El misionero es el hombre de la caridad: para poder anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar, debe dar testimonio de caridad para con todos, gastando la vida por el prójimo. EL misionero es el "hermano universal"; lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su apertura y atención a todos los pueblos y a todos los hombres, particularmente a los más pequeños y pobres. En cuanto tal, supera las fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología: es signo del amor de Dios en el mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia.

Por último, lo mismo que Cristo, él debe amar a la Iglesia: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella" (Ef 5, 25). Este amor, hasta dar la vida, es para el misionero un punto de referencia. Sólo un amor profundo por la Iglesia puede sostener el celo del misionero; su preocupación cotidiana —como dice san Pablo— es "la solicitud por todas las Iglesias" (2 Cor 11, 28). Para todo misionero y toda comunidad "la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" [173].

El verdadero misionero es el santo

90. La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad: "La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia" [174].

La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión. Esta ha sido la ferviente voluntad del Concilio al desear, "con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura" [175]. La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad.

El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo "anhelo de santidad" entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros [176].

Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en el empuje misionero de las primeras comunidades cristianas. A pesar de la escasez de medios de transporte y de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó en breve tiempo a los confines del mundo. Y se trataba de la religión de un hombre muerto en cruz, "escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Cor 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los primeros cristianos y de las primeras comunidades.

91. Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y revivir en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia primitiva. Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas.

Por su parte, los misioneros reflexionen sobre el deber de ser santos, que el don de la vocación les pide, renovando constantemente su espíritu y actualizando también su formación doctrinal y pastoral. El misionero ha de ser un "contemplativo en acción". El halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de Dios y con la oración personal y comunitaria. El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: "Lo que contemplamos ... acerca de la Palabra de vida ..., os lo anunciamos" (1 Jn 1, 1-3).

El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas. Jesús instruye a los Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5, 1-12). Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la "Buena Nueva" ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza.


Notas

172 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 24.

173 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterotum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 14.

174 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 17: l.c., 419.

175 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia.

176 Cf. Discurso a la Asamblea del CELAM en Puerto Príncipe, Haití, 9 marzo de 1983: AAS 75 (1983), 771-779; Homilía en Santo Domingo, República Dominicana, para la apertura de la "novena de años", promovida por el CELAM, 12 de octubre de 1984: Insegnamenti VII/2 (1984), 885-897. 

jueves, 29 de enero de 2015

Espiritualidad de la evangelización



Nueva Evangelización y Espiritualidad Misionera en el inicio del Tercer Milenio
Juan Esquerda Bifet


La «Nueva Evangelización», en su aspecto más importante, se concreta en el «nuevo fervor de los apóstoles», que equivale al espíritu o «espiritualidad misionera». Sólo a partir de esta espiritualidad será posible encontrar los «nuevos métodos» y «nuevas expresiones», que reclama la «Nueva Evangelización».

El inicio del tercer milenio pone de relieve las nuevas situaciones geográficas, sociológicas y culturales (cf. RM 37-38), así como los nuevos «signos de esperanza» (TMA 46) y las nuevas gracias, que indican el «amanecer» de «una nueva época misionera» (RM 92). Todo ello reclama unas actitudes nuevas por parte de los evangelizadores, que se concretan en la espiritualidad misionera (cf AG 29; 23-25; EM 75-82; RM 87-92).

El problema que queda por estudiar es el de las líneas actuales de la espiritualidad misionera, en relación con la nueva evangelización y en vistas a la evangelización en el tercer milenio del cristianismo. Las nuevas situaciones y las nuevas gracias abren nuevas posibilidades de evangelización, mientras, al mismo tiempo, indican unas nuevas exigencias, que se traducen en espiritualidad misionera. No se trata sólo de una reflexión teológica sobre el tema, sino de discernir esas exigencias y señalar las actitudes que debe asumir el evangelizador.

Los documentos magisteriales postconciliares del Vaticano II indican una dinámica nueva, más existencial o experiencial, que intentamos resumir en el apartado n. 3. En realidad, la misión, bajo la fuerza del Espíritu Santo, se concreta en «transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús» (RM 24). Según parece, el desafío mayor de toda la historia de la evangelización, hasta el presente, es el encuentro entre experiencias de Dios: por parte del cristianismo y de las otras religiones. La respuesta a ese desafío deberá ser por parte de «testigos de la experiencia de Dios» (RM 91; cf. EN 76).

Si, por una parte, «al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida» (Bula «Incarriationis Mysterium», n. l), por otra parte, «nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo» (ibídem, n. 1 l).3 De ahí deriva una urgencia mayor de renovación eclesial (Iglesia misterio, comunión y misión), en la línea de la espiritualidad misionera.

La espiritualidad misionera se abre camino en la misionología

Los temas de «espiritualidad» y de «misión» han encontrado su lugar respectivo en la teología (Teología de la espiritualidad y Misionología). La «espiritualidad» indica una «vida» o «camino» según el «Espíritu» (cf. Gal 5,25; Rom 8,4.9). «Se llama espiritual quien obra según el Espíritu». La «misión» puede estudiarse en su naturaleza (teología dogmática), en su metodología (teología pastoral) y en su vivencia (teología espiritual o espiritualidad).

La espiritualidad misionera indica, pues, el «espíritu» con que se vive la misión, o también una vida según el Espíritu Santo que es la fuerza de la misión. «La actividad misionera exige, ante todo, espiritualidad específica», que se delinea como «plena docilidad al Espíritu» (RM 87) y «comunión íntima con Cristo» (RM 88).

Hoy la «espiritualidad misionera» ya tiene carta de ciudadanía, respecto a la terminología (cf. AG 29; RM 87) y a los contenidos. Éstos han quedado resumidos especialmente en AG 23-25, EN 75-82 y RM 87-92: fidelidad al Espíritu Santo, intimidad con Cristo (o experiencia de Cristo), vocación misionera, virtudes del misionero, oración y contemplación, fidelidad y amor de Iglesia, la figura materna de María. El punto de referencia es la figura del Buen Pastor y su imitación por parte de las diversas figuras misioneras de la historia, según las diversas líneas de la «vida apostólica» (seguimiento radical de Cristo, vida comunitaria y disponibilidad misionera).

Esta espiritualidad es una función de la misma teología, en cuanto que toda reflexión teológica debe tender simultáneamente a la fundamentación dogmática, a la aplicación pastoral y a la vivencia espiritual. Cada uno de los temas o contenidos, que hemos anotado en el párrafo anterior, puede desarrollarse según diversas dimensiones: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesiológica, histórica, antropológica, etc.

Pero, más allá de los conceptos (por válidos que sean), la espiritualidad misionera debe dejar traslucir el misterio de Dios Amor manifestado en Cristo, que llama a la contemplación de la Palabra, al seguimiento evangélico, a la vida de comunión eclesial y a la disponibilidad misionera. Todavía cabe distinguir, en la profundización de los conceptos, si se trata de la espiritualidad misionera de todo cristiano, del apóstol en general o del misionero en particular (vocación misionera específica, carisma misionero peculiar, etc.).

He querido sintetizar brevemente el significado y los contenidos de la espiritualidad misionera, tal como hoy van entrando pacíficamente en los estudios misionológicos, para intentar dar un salto de calidad, que nos sitúa ante la urgencia de esa misma espiritualidad misionera, en vistas a la nueva evangelización (como nuevo fervor de los apóstoles) y en el inicio de un tercer milenio del cristianismo.

En efecto, el problema más urgente de la evangelización actual es el encuentro entre las diversas experiencias religiosas, como auténtica experiencia del mismo Dios que ha ido sembrando las «semillas del Verbo» en todas las culturas y religiones. Se podría decir, pues, que la espiritualidad misionera se concreta hoy especialmente en el testimonio de la experiencia de Dios (traducida en anuncio, servicios de caridad, etc.), por parte del apóstol (cf. EN 76, RM 91), como fidelidad a la acción actual del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo, para que las semillas del Verbo lleguen a «su madurez en Cristo» (RM 28). Es lo que intento analizar en los apartados siguientes.

Situaciones nuevas que piden la experiencia contemplativa del apóstol (contenidos de la encíclica «Fides et Ratio»)

Probablemente la inmediatez del problema impide ver su perspectiva a importancia. La sociedad actual (postmoderna?), cansada de ideologías a inclinada hacia lo útil y constatable, no deja de buscar la trascendencia: «Paradójicamente, el mundo, que, a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca, sin embargo, por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (EN 76).

A pesar de la ambigüedad del fenómeno religioso actual, hay que constatar que «se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización» (RM 38). Mientras tanto, las religiones buscan el contacto con el cristianismo para preguntar sobre su peculiar experiencia de Dios. De ahí que pueda afirmarse que «el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación» (RM 91).

El tema de las «semillas del Verbo» (y «preparación evangélica»), que ya ha sido objeto de diversos estudios actuales, se presenta hoy como momento de llegada a su «madurez en Cristo». Si hay que admitir «la presencia y la actividad del Espíritu... en las culturas y las religiones», no es menos cierto que «es también el Espíritu quien esparce las semillas de la Palabra presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo» (RM 28).

Habrá que profundizar en la experiencia de Cristo, por parte del apóstol, en el sentido de adoptar «actitudes interiores» (EN 75), es decir, convicciones, motivaciones, decisiones, que se traduzcan en encuentro o relación personal con Cristo, seguimiento, comunión eclesial y misión. Más allá de un análisis teológico, filosófico o psicológico del tema de la experiencia, habrá que partir de la realidad revelada expresada por San Juan: «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14); «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1Jn 1,1.3).

Por esto, se puede afirmar que «el misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble» (RM 91). En este sentido, el desafío actual del encuentro entre las diversas experiencias de Dios en las religiones, se convierte en el mayor desafío que ha tenido la historia de la evangelización. Pero ello es un signo de esperanza.

El deseo y la búsqueda de Dios, hoy, por parte de la sociedad en general y, de modo especial, por parte de las religiones, pone en evidencia que «en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios» (enc. Fides et Ratio, FR n. 24). «El hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda» (ibídem 27). Es «búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse» (ibídem, 33). Por esto, el apóstol debe saber anunciar con franqueza que «en Jesucristo, que es la Verdad, la e reconoce la llamada última dirigida a la humanidad, para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia» (ibídem).

Se necesita mucha audacia y coherencia (nacidas de un encuentro personal con Cristo), para poder anunciar al mundo de hoy esta experiencia de fe, que es siempre fruto del Espíritu Santo (cf. RM 24). Cualquier destello de verdad, que Dios ya ha sembrado en el corazón humano, se dirige necesariamente hacia la verdad completa, que Dios nos ha manifestado por su revelación en Cristo. Sin la experiencia verdadera de encuentro con Cristo, el apóstol caería en uno de esos dos extremos igualmente erróneos: pensar que todas las religiones ya son la verdad plena (sin Jesucristo) o querer imponer la propia fe sin respetar la hora de Dios (la acción de la gracia).

La búsqueda de Dios, que anida en todo corazón humano y que conduce al encuentro definitivo con Cristo, es un cuestionamiento para la persona del apóstol. La verdad completa se encuentra sólo en Cristo. A la luz de esta convicción y en la línea de la paciencia milenaria de Dios, «es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado» (FR 92).

El camino de la reflexión humana, inherente a toda cultura y religión, no se opone a la revelación sobrenatural. Por esto, el anuncio de la fe cristiana (aunque sea con términos filosóficos y teológicos de otra cultura) «ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la novedad radical que comporta la revelación de Dios» (FR 101). Por este mismo anuncio, «el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo» (FR 102).

Pero este anuncio misionero comporta, por parte del apóstol, una convicción y una vida coherente, de suerte que se vea en él la experiencia de haber encontrado a Cristo. Entonces aparecerá que «la revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre... es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de amor iniciado en la creación» (FR 15). Un testimonio de las bienaventuranzas, por una caridad heroica, se hace transparencia del misterio de la muerte y resurrección de Cristo y, consecuentemente, «rompe los esquemas habituales de reflexión» para abrirse a la fe (cf. FR 23). Toda cultura «tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina» (FR 71), pero necesita la gracia y el testimonio cristiano, «que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito, hacia su plena explicitación en la verdad» (ibídem).

La actitud de espiritualidad misionera equivale a detectar con respeto, tanto las «semillas del Verbo», presentes en toda cultura y religión, como la plenitud que sólo se encuentra en Cristo, el Verbo encarnado. «La Iglesia sabe que los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» están ocultos en Cristo (Col 2,3)» (FR 51). Y también cree que «la promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal... como patrimonio del que cada uno puede libremente participar» (FR 70). Aunque hay semillas de verdad y de bien en todas las culturas y religiones, como dones de Dios concedidos a todos los pueblos, «el anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cf. Hech 4,12; 1Tim 2,4-6)» (FR 99). Cristo es la «única respuesta a los problemas del hombre» (FR 104).

Los caminos o vías que conducen a la verdad son muchos y variados. La única meta final y el «Camino» verdaderamente salvífico es solo Jesucristo. Por esto, «cualquiera de estas vías puede seguirse, con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo» (FR 38). Cualquier reflexión humana, filosófica y teológica, debe estar abierta al infinito del misterio de Dios Amor en Cristo. Por esto, «la Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4,15) tanto la teología como la filosofía» (FR 92).

La espiritualidad misionera ayudará a adoptar una actitud equilibrada, para descubrir los valores auténticos de toda cultura (como valores universales y preparación evangélica), purificarlos cuando sea necesario, abrirlos a la plenitud en Cristo y compartir con todos los pueblos y culturas esos dones y gracias recibidas del mismo Dios (cf. FR 71-72). Este proceso de inculturación será auténtico si se convierte en misión universal. La misión de insertar el evangelio en una cultura hace posible que el mismo proceso de inculturación se convierta en proceso de misión a todos los pueblos.

El problema misionero más urgente de la evangelización actual es el de la espiritualidad misionera del apóstol: ¿Qué actitud debe asumir el apóstol ante la realidad de gracia existente en culturas y religiones, a partir del hecho de que «el Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad» (TMA 6)?. Se trata de saber reconocer gozosamente esta realidad, discernirla a la luz del Espíritu Santo y encontrar los caminos evangélicos para que se realice el encuentro explícito con Cristo.

Este desafío forma parte de los «signos de esperanza» de nuestra época (TMA 46). Las nuevas situaciones geográficas, sociológicas y culturales (cf. RM 37-38) urgen a reconocer que «la Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). Es la vida cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el descubrimiento del sentido de la vida. También éste es un areópago que hay que evangelizar» (RM 38).

La dinámica experiencial de los documentos magisteriales postconciliares

El paso que intento dar, en el presente estudio sobre la espiritualidad misionera, consiste en presentar la urgencia de esta espiritualidad como «experiencia» de Dios, para responder a los desafíos de la nueva etapa de evangelización (que he resumido en el apartado anterior). Pero este paso (que describiré en el apartado n. 4) necesita una aportación previa y que ofrezca garantía, es decir, la dimensión experiencial y vivencial de los documentos magisteriales en relación con la misión (que resumo en el presente apartado).

No resulta fácil, en la reflexión teológica, aceptar términos psicológicos, como es el caso de la «experiencia». Pero es un hecho de la revelación cristiana constatado por Juan: «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14), «lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1Jn 1,1.3). La realidad existe (es decir, la «experiencia» de haber encontrado a Cristo); la naturaleza de la misma queda siempre para el estudio teológico, que deberá tener en cuenta los dos factores básicos: la gracia y la naturaleza humana. Para nuestro caso, nos basta, por el momento, con constatar esta realidad en los documentos magisteriales actuales, referentes a la evangelización.

En la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, Pablo VI indicó esta línea experiencial para poder responder a los desafíos de la sociedad actual: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (EN 76). En esta misma perspectiva experiencial, Juan Pablo 11, en la encíclica Redemptoris Missio, presenta la misión como comunicación de una «experiencia»: «La venida del Espíritu Santo los convierte (a los Apóstoles) en testigos o profetas (Hech 1,8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima» (RM 24).

La misma «espiritualidad misionera», cuyos contenidos quedan descritos en RMi cap. VIII, tiene esta línea experiencial por parte del apóstol: «Precisamente porque es enviado, el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. "No tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Hech 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre» (RM 88).

El resultado de esta perspectiva existencial de la espiritualidad misionera se concreta en esta afirmación: «El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los Apóstoles: "Lo que contemplamos... acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos" (1Jn 1,1-3)» (RM 91). Por esto, «nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo» (RM 88).

La realidad de fe, a la que hace referencia esta experiencia misionera, es la presencia de Cristo resucitado en la vida del apóstol (cf. Mt 28,20) y la unión del mismo Cristo con cada ser humano redimido: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22; cf. Jn 1,14).

En realidad, todo ser humano experimenta la voz de Dios en el fondo de su corazón: «Porque el hombre time una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (GS 16). El misterio del hombre se descifra, a la luz del misterio de Cristo, escuchando la voz de Dios en el propio corazón: «Por su interioridad (el hombre) es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino» (GS 14).

Todo ello reclama, por parte del creyente y, de modo especial, por parte del evangelizador, una fe más vivencial, que no se reduzca a la afirmación de unos conceptos (cuya validez no se pone en duda): «Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos» (VS 88).

La «mirada contemplativa» del apóstol (cf. EV 83) le ayudará a «ver» a Cristo donde, humanamente hablando, parece que no está (cf. Jn 20,8). Esa mirada de fe vivencial sabrá respetar los valores culturales y religiosos (como «semillas del Verbo»), mientras, al mismo tiempo, sabrá purificarlos y llevarlos a «su madurez en Cristo» (cf. RM 28). Una señal de autenticidad será la capacidad de no absolutizar ninguna cultura (ni reflexión filosófico-teológica, por válida que sea). De este modo, la inculturación del evangelio, en unas determinadas coordenadas, se convertirá en una nueva plataforma para evangelizar a todas las culturas y a todos los pueblos.

La terminología existencial o experiencial tiene, pues, carta de ciudadanía en el campo misionológico, gracias también a los documentos magisteriales. Será difícil, es verdad, precisar los términos y evitar excesos de más o de menos. Pero la evangelización será siempre, si es auténtica, un «amor apasionado por Jesucristo» (VC 109), que lleva necesariamente al «anuncio apasionado de Jesucristo» (VC 75). Se pasa necesariamente de la contemplación a la misión: «Alimentando en la oración una profunda comunión de sentimientos con El (cf. Fil 2,5-11), de modo que toda su vida esté impregnada de espíritu apostólico y toda su acción apostólica esté sostenida por la contemplación» (VC 9).

La «pasión» del «anuncio» no es fundamentalismo, sino «conocimiento amoroso», convicción profunda, motivación clara y entrega generosa, dentro de los planes salvíficos de Dios en la historia humana, que dejan entrever su paciencia milenaria... Esta «pasión» se puede concretar en esta afirmación clave referente al tercer milenio: «En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: "Ecce natus est nobis Salvator mundi"» (TMA 38). En efecto, «del conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe» (CEC 429).

La espiritualidad misionera se concreta en actitud relacional con Cristo, puesto que él es el punto de referencia para «comprender y vivir la misión» (RM 88). En realidad, no es más que la puesta en práctica de las directrices paulinas sobre la sintonía con «los sentimientos de Cristo» (Fi7 2,5): «El estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formación deberá custodiar y valorizar: se trata de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús... un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor» (PDV 57).

Esta «relación» con Cristo se traduce en «una comunión de vida y de amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo» (PDV 72). Toda la formación del apóstol consiste en «un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre» (VC 65).

La espiritualidad misionera es, pues, «fe vivida», de la que María es modelo perfecto (cf. TMA 43). Por esto, «la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros» (RM 11). Sin esta perspectiva «espiritual» (que es fidelidad al Espíritu Santo), las teorías sobre la misión surgen sin control, según las preferencias intelectuales de quien las elabora. Una actitud de fe sabrá encontrar teorías válidas y estimulantes, basadas en que la misión «dimana del amor fontal o caridad del Padre» (AG 2) y tiene un objetivo final: «Así, por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro"» (AG 7).

Si la misión tiende al encuentro con Cristo, ello reclama, por parte del evangelizador, la propia experiencia de encuentro con el Señor (cf. RM 88, citado más arriba). Entonces, «al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida» (Bula Incarnationis Mysterium, n. 1).

La reflexión filosófica y teológica, así como los esquemas metodológicos de pastoral, son necesarios; pero deben dejar traslucir el «más a11á» que es el misterio de Cristo y que «supera toda ciencia» (Ef 3,19). Toda búsqueda humana, si es auténtica, tiende a llegar, guiada por la gracia, al encuentro y «a la revelación de Jesucristo» (FR 38). «La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4,15) tanto la teología como la filosofía» (FR 92).

Inicio del tercer milenio: Hacia una nueva etapa de la evangelización por medio de la espiritualidad misionera

A primera vista, puede parecer pretensión exagerada el querer acaparar la atención sobre la espiritualidad misionera; pero, como hemos indicado en el apartado n. 1, se trata de la vivencia de la misión, sin olvidar sus contenidos y desafíos teológicos y pastorales. La espiritualidad no es espiritualismo, sino vivencia (bajo la acción del Espíritu) del ser y del obrar.

La llamada a la misión, en estos momentos de inicio de un tercer milenio, tiene esta perspectiva de llamada a la santidad, que es elemento esencial de la espiritualidad misionera: «Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo» (RM 92).

En realidad, ésa fue también la llamada del concilio en el decreto Ad Gentes: «Puesto que toda la Iglesia es misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de Dios, el Santo Concilio invita a todos a una profunda renovación interior a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del Evangelio, acepten su cometido en la obra misional entre los gentiles» (AG 35).

El inicio de un tercer milenio se encuadra en la perspectiva de la revelación sobre el Verbo encarnado. Es el gran evento: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). Es, pues, normal que se urja a anunciar esta revelación divina a todas las gentes, sin ambigüedades: «En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: Ecce natus est nobis Salvator mundi» (TMA 38).

Nos encontramos ante el significado salvífico del tiempo (que no necesita que sea exacto cronológicamente en cuanto a las fechas concretas que se quieren celebrar). Efectivamente, «en Jesucristo, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios» (TMA 10). Es decir, si desde la Encarnación, «el Hijo de Dios... se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22), ello significa que la historia de cada pueblo (cultura y religión) tiene las huellas o «semillas» del Verbo, que esperan un encuentro de madurez o plenitud (cf. Jn 1,14; RM 28).

Con esta perspectiva de experiencia de encuentro con Cristo, el apóstol capta, por sintonía de fe, que «el Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana» (TMA 6). Solamente una actitud contemplativa, a modo de «un conocimiento de Cristo vivido personalmente» (VS 88), será capaz de aceptar gozosamente y de descubrir las enormes potencialidades misioneras de estas afirmaciones: «En El (Cristo) el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia» (TMA 5).

El paso a un tercer milenio pone más en evidencia que «la encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana» (Bula Incarnationis Mysterium, 1).

Para que «al encontrar a Cristo, todo hombre descubra el misterio de su propia vida» (Bula IM l), se necesita que el apóstol sea testigo experiencial de este mismo encuentro, según los contenidos que hemos explicado sobre la espiritualidad misionera (cf. nn. 1-3 del presente estudio). El objetivo de la evangelización, en línea paulina, es el de «formar a Cristo» en los demás (Gal 4,19). El objetivo que «deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros» (RM 11), también al estilo de San Pablo: «Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).

El testimonio de las «bienaventuranzas», que ya hemos resumido más arriba (apartado n. 2), se concreta en la disponibilidad «martirial». El martirio, tan frecuente en nuestros días, es una nota constante de la misión. «Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor... El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires» (Bula IM 13).

La espiritualidad misionera del apóstol es una experiencia de la propia pobreza, en la que se han encontrado las huellas de Cristo (por el don de la fe). De esta experiencia humilde y agradecida nace la misión sin fundamentalismos ni reduccionismos. El encuentro con Cristo no es una conquista de la razón, sino una gracia que reclama la propia colaboración. « ¡La fe se fortalece dándola! » (RM 2)

Con esta actitud experiencial, se aprende a discernir y apreciar todas las «semillas del Verbo», escondidas bajo los signos pobres de cualquier cultura y situación humana, apreciando cualquier valor cultural (que es siempre de interés universal), sin hacerlo exclusivo y sin absolutizarlo por encima de la revelación. Cualquier valor humano es un don de Dios que lleva al encuentro con Cristo. Con esta audacia, Juan Pablo 1l formula un deseo para el tercer milenio: «Deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Este es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a to largo del próximo milenio de la era cristiana» (FR 85).

Conclusión: La renovación de la Iglesia por la espiritualidad misionera

Es un hecho fácilmente constatable el de la llamada a una renovación eclesial por la línea de la espiritualidad y santificación. El decreto «Ad Gentes» ha dejado constancia de esta llamada urgente en vistas a la misión: «El Santo Concilio invita a todos a una profunda renovación interior» (AG 35).

La espiritualidad misionera (sin ser exclusiva ni excluyente) será la nota dominante de la nueva evangelización en el inicio del tercer milenio. Efectivamente, «la santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la misión de la Iglesia» (RM 77). Por esto, «la llamada a la misión deriva, de por sí, de la llamada a la santidad. Cada misionero to es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad. La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión... La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad. El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos... Es necesario suscitar un nuevo anhelo de santidad entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana» (RM 90).

Estas afirmaciones pueden sonar a tópico, por el hecho de repetirse con frecuencia; pero, en el presente estudio, hemos centrado la atención sobre la experiencia de Dios Amor (revelado en Cristo) por parte del apóstol, en vistas a poder presentar el mensaje cristiano a quienes ya tienen una verdadera experiencia del mismo Dios, pero todavía no han llegado al encuentro explícito con Cristo. No estaría bien confundir la «espiritualidad misionera» con cualquier tipo de enfoque o de estilo de la misión. La «espiritualidad» es una «vida según el Espíritu», que pide a la Iglesia una fidelidad mayor para hacerse transparencia del mensaje evangélico. Se trata de un compromiso de « santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia» (LG 15).

Si la espiritualidad misionera es una fidelidad al Espíritu Santo en el campo de la misión, los campos actuales del diálogo interreligioso, de la inculturación y de la nueva evangelización, constituyen un nuevo modo de «escuchar la voz del Espíritu» (Apoc 2,7). « Hoy la Iglesia debe afrontar otros desafíos, proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la primera misión ad gentes, como en la nueva evangelización de pueblos que han recibido ya el anuncio de Cristo. Hoy se pide a todos los cristianos, a las Iglesia particulares y a la Iglesia universal la misma valentía que movió a los misioneros del pasado y la misma disponibilidad para escuchar la voz del Espíritu» (RM 30).

Acertar en el camino de la nueva evangelización con ocasión de iniciar un tercer milenio, supone, también por parte del apóstol, un actitud de propia «conversión». Esta actitud cristiana de conversión equivale a la apertura generosa hacia los nuevos planes salvíficos de Dios en Cristo. «Es necesaria una radical conversión de la mentalidad para hacerse misioneros, y esto vale tanto para las personas, como para las comunidades... Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe» (RM 49).

El encuentro del cristianismo con los creyentes de otras religiones comporta, por parte del cristiano, una actitud de permanente conversión: «Cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella... porque, especialmente si es adulto, lleva consigo como una energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día» (RM 47).

La espiritualidad misionera para una nueva evangelización en el inicio del tercer milenio del cristianismo, es un campo de educación y formación de la comunidad eclesial para colaborar a que las «semillas del Verbo» realicen el encuentro con las huellas explícitas del Verbo. Se podrían señalar tres líneas de actuación: la) tomar conciencia de este momento de nuevas gracias para el campo de la evangelización («kairós»); 2a) responder con el testimonio de una vida más contemplativa y evangélica (bienaventuranzas y consejos evangélicos); 3a) disponerse para una preparación cultural y teológica que responda a los desafíos y a las necesidades del diálogo interreligioso y de la inculturación.

La Iglesia se inspira en la figura de María, «trono de la sabiduría», quien, «engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre» (FR 108). Así se presenta como Iglesia misterio (signo de Cristo), que es fraternidad y comunión misionera


Humanizar



Domingo 4º del Tiempo Ordinario - Ciclo B

Marcos (1,21-28):

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.» Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.» El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.» Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.



Primer día de actividad de Jesús. Su primer contacto con la gente tiene lugar en la sinagoga. Es un signo de que la primera intención de Jesús fue enderezar la religiosidad del pueblo que había sido tergiversada por una interpretación opresora de la Ley. Por dos veces en el relato se hace referencia a la enseñanza de Jesús, pero no se dice nada de lo que enseña. Se habla de sus obras. Lo que Jesús hace es liberar a un hombre de un poder opresor, el espíritu inmundo. La clave es que Jesús libera, cuando habla y cuando actúa. La buena noticia que anuncia Marcos es la liberación, en dos direcciones: de la fuerza del mal y de la fuerza opresora de la Ley, explicada de una manera alienante por los fariseos y letrados (no como los letrados). La intención de Marcos es que la gente se haga la pregunta clave: ¿Quién es Jesús? Todo lo que sigue en este evangelio, será la respuesta.

Espíritu inmundo sería hoy todo lo que impide una auténtica relación con Dios y con los demás. Fijaros hasta qué punto estamos todos poseídos por espíritu inmundo. Esas fuerzas las encontramos tanto en nuestro interior como en el exterior. Nunca, a través de la historia, ha habido tantas ofertas falsas de salvación. Una de las tareas más acuciantes del ser humano, es descubrir sus propios demonios; porque solo cuando se desenmascara esa fuerza maléfica, se estará en condiciones de superarla.

Una importante tarea en esta celebración sería descubrir nuestras ataduras y tratar de desembarazarnos de ellas. Todos estamos poseídos por fuerzas que no nos dejan ser lo que debiéramos ser. Hoy sigue habiendo mucho diablo suelto que tratan por todos los medios de que el hombre no alcance su plenitud. La manera de conseguirlo es la manipulación para que no consiga alcanzar libremente su plena humanidad.

Nuestra vida debería ser un acopio de autoridad para ayudar al hombre al liberarse de sus demonios. Jesús emplea su autoridad, no contra hombre alguno sino contra las fuerzas que los oprimen. Como individuos, como comunidad y como Iglesia, estamos siempre tratando de aumentar nuestra autoridad, pero no la que desplegó Jesús sino la que nos permite creernos superiores a los demás. Si utilizamos esa autoridad para someterlos a nuestro capricho, aunque sea bajo pretexto de hacer la voluntad de Dios o de buscar el bien de los demás, estamos en la antípoda del evangelio.

Todos los seres humanos necesitamos ayuda para superar nuestras limitaciones, y todos podemos ayudar a los demás a superarlas. Es verdad que existe mucho dolor que no podemos evitar, pero deberíamos distinguir entre el dolor y el sufrimiento que ese dolor puede infligir. Un mismo dolor puede causar una escala increíblemente amplia de sufrimiento. Soportar el dolor sin que alcance la categoría de sufrimiento, sería la tarea decisiva de cada ser humano. Aquí tenemos un margen increíble para la maduración personal, pero también para desplegar cauces de ayuda a los demás. Estoy seguro que las curaciones de Jesús fueron encaminadas a suprimir el sufrimiento, no el dolor.

Fray Marcos
Fuente: feadulta

sábado, 24 de enero de 2015

Trescientos noventa



El próximo día 25 de enero, el pequeño grupo de misioneros que logró reunir San Vicente, cumple 390 años de andadura evangelizando a los pobres por todos los rincones de la tierra, hasta por los impensables e imposibles, como Madagascar, mientras el mismo Vicente dirigía la compañía.

Así pues, padres y hermanos míos, nuestro lote son los pobres, los pobres: Pauperibus evangelizare misit me. ¡Qué dicha, padres, qué dicha! ¡Hacer aquello por lo que nuestro Señor vino del cielo a la tierra, y mediante lo cual nosotros iremos de la tierra al cielo! ¡Continuar la obra de Dios, que huía de las ciudades y se iba al campo en busca de los pobres! En eso es en lo que nos ocupan nuestras reglas: ayudar a los pobres, nuestros amos y señores. ¡Oh pobres pero benditas reglas de la Misión, que nos comprometen a servirles, excluyendo a las ciudades!  Se trata de algo inaudito. Y serán bienaventurados los que las observen, ya que conformarán toda su vida y todas sus acciones con las del Hijo de Dios. ¡Dios mío, qué motivos tiene la compañía en esto para observar bien las reglas: hacer lo que el Hijo de Dios vino a hacer al mundo!: Que haya una compañía, y que ésta sea la de la Misión, compuesta de pobres gentes, hecha especialmente para eso, yendo de acá para allá por las aldeas y villorrios, dejando las ciudades, como nunca se había hecho, yendo a anunciar el evangelio solamente a los pobres!  (SVP, XI, 324).

Ser vicenciano es una manera especial de vivir la vida, una forma específica de entender la historia, de soñar un destino para la humanidad y para el mundo que nos acoge, en concreto, amparados en la imagen que San Vicente recogió de Jesús haciéndola modelo e ideal de seguimiento.

San Vicente, como nosotros, tuvo que vérselas con las ideas de Jesús que manejaban sus contemporáneos y en un esfuerzo personal y original miró el evangelio y la realidad. De la Palabra se quedó con el Cristo que presenta Lucas en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-21) y la cristología descendente-ascendente de Pablo (Fil 2, 6-7); de la realidad recogió el mundo dolorido por la presencia escandalosa de la división entre ricos y pobres.

Desde esta doble experiencia respondió al interrogante que lanza Jesús a todo el que lo encuentra, a cada hombre y en cualquier época: Y vosotros, ¿quién decís que soy?. San Vicente contesta:

 Jesús, tú eres adorador del Padre

Con esta expresión descubre san Vicente el primer rasgo de la fisonomía del Cristo vicenciano: Jesús se encarna en la historia por voluntad del Padre y con la fuerza del Espíritu cumple la misión para la que fue enviado. Esto convierte a Jesús en adorador perfecto.

Nada del plan de salvación de Dios sobre los hombres tendría sentido sin el amor y este lo pone Jesús ¡Que no hacía nada sino por el amor que tenía a Dios Padre! (SVP IX, 38). Esto le convierte en modelo de amor a Dios y a los hombres.

Ser adorador del Padre significa para san Vicente que Jesús fue un fiel cumplidor de la voluntad de Dios (Cf. SVP IX, 468; XI, 79; IX, 168, 492, 734) y que su ser entero es un espíritu de perfecta caridad, lleno de una estima maravillosa a la divinidad y de un deseo infinito de honrarle dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre para admirarlas y ensalzarlas incesantemente (SVP XI, 411).

Jesús, tú eres uno de nosotros
Para san Vicente el segundo rasgo de Jesús es su anonadamiento, su decisión de hacerse uno de tantos, a pesar de su condición divina: El Salvador se encarna por amor al Padre y a los hombres; Salvador mío, cuán grande es el amor que tenías a tu Padre. ¿Podía acaso tener un  amor más grande, hermanos míos, que anonadándose por él?" (SVP XI, 411).

El hecho de la encarnación introduce al Hijo en nuestra propia vida, en todo igual a nosotros menos en el pecado. Pero en Jesús, el ser hombre lo lleva hasta los límites de la integridad. Él es el hombre libre e íntegro, el hombre total, por lo que Nuestro Señor Jesucristo es el verdadero modelo y el cuadro invisible sobre el cual hemos de ir plasmando nuestras acciones (SVP XI, 129).

Si para nosotros la libertad es un don preciado, en Jesús se convierte en la nota característica de su actuar, pero llevada a extremos imposibles como la propia muerte aceptada como consecuencia de su misión y de la misma decisión de anonadarse.

Jesús, tú eres servidor de los hombres
El texto preferido por san Vicente, en el que Jesús hace de la opción por los pobre el distintivo de su misión, se encuentra en el Evangelio de Lucas: El espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los Pobres la buena noticia, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19).

Lo original en la experiencia de Dios de san Vicente se encuentra en que la realización de la voluntad de Dios, por parte de Jesús, se identifica con la evangelización de los pobres. Para este cristiano profundamente evangélico, Cristo, en su misión de evangelizador de los Pobres, cristaliza el sentido de su pertenencia y entrega al Padre, de su amor compasivo y tierno a los hombres. 

El hijo de Dios vino a este mundo para evangelizar a los Pobres (SVP XI, 34); esta convicción está tan profundamente arraigada en el pensamiento y en la vida de san Vicente de Paúl que aparece con frecuencia en su correspondencia y en sus escritos (Cf. SVP XI, 56; 209; 323; 384; 295; 639; 725)

El contenido y la obligada concreción de estos textos vicencianos suponen trabajar, a costa de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente (SVP XI, 733), por la creación de un mundo fraternal donde se haga sitio a aquellos a los que la sociedad margina y excluye de su seno para manifestar a toda la humanidad la gran caridad de nuestro Señor para con los pobres.

La identificación de Cristo con los pobres

La imagen que el mismo Jesús ofrece de sí en los evangelios dista poco de la que ofrece San Vicente. Entonces, qué novedad introduce el vicencianismo en el ser cristiano. La respuesta está en la originalidad de un descubrimiento impensable en el siglo XVII: Los pobres tienen el honor de representar a los miembros de Jesucristo, que considera los servicios que se les hacen como hechos a él mismo (SVP IX, 74; cf. IX, 302).

De Dios tenemos un testimonio y una imagen en Jesús; y de él tenemos también su imagen, pues está presente, como si de un sacramento se tratase, en los desposeídos, en los necesitados, en los pobres.

Al servir a los pobres se sirve a Jesucristo... Servís a Cristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios... Hijas mías, ¡cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontraréis a Dios (SVP IX, 240)

El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo (Mateo 13, 44) ... Trecientos noventa años después, ¿qué ha hecho la pequeña compañía con el tesoro que descubrió San Vicente, el que nos mostró a todos los vicencianos y que se condensa en la inequívoca identificación de Cristo con los hombre y mujeres, especialmente con los más pequeños y vulnerables? 

Felipe Manuel Nieto Fernández


jueves, 22 de enero de 2015

Todo empieza por una persona



Los maestros pueden abrir la puerta, pero sólo tú puedes entrar
(Proverbio chino)


25 de enero, domingo III de TO

Mt 4, 12-23
Les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.
De inmediato dejando las redes le siguieron.

Jesús dirigió sus pasos hacia Galilea, como siempre también en los pequeños detalles, esos que nos parecerían sin importancia cómo dónde empezó su camino, nos muestran la predilección de Dios por lo pobre, lo apartado del centro del mundo, la periferia. Es por ello que Jesús inaugura su vida pública en un lugar geográfico insignificante; Galilea, la Galilea de los gentiles, para expresar también en su ubicación física que lo suyo serán los márgenes y por excelencia los marginados. Preguntémonos ¿Dónde están ubicados nuestros centros? ¿Cómo están ubicados en mi vida aquellos que viven en la periferia? ¿Estoy dispuesto a ir a Galilea, ese espacio donde nos espera y precede Jesús Resucitado? 

Con Jesús empieza algo nuevo, distinto, así de forma contraria a como hacían los judíos, que elegían los discípulos al maestro, será él quien los elija, quien les llama y propone una misión. Es Dios quien nos elige, nos mira amorosamente esperando nuestra respuesta. Preguntémonos si mi ser discípulo se asienta en sentir cotidianamente esa mirada que me llama a seguir los pasos de Jesús, si mi seguimiento parte de sentirme elegido para completarme desde ese amor. Si mientras estoy echando mis redes en mi lago o repasándolas soy capaz de otear en el horizonte de mi corazón a un Dios contemplándome con cariño mientras me afano en trabajar.

‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”.  El Reino es tarea, pero sobre todo don; ofrecimiento gratuito de Dios como padre compasivo y sanador. Es desde ese don excesivo y desbordante desde donde, cada uno de nosotros, somos llamados a un cambio de mentalidad y corazón, a iniciar un camino único, como discípulos, de seguimiento de Jesús.  Sólo si sentimos, como sintieron Pedro, Andrés, Santiago y Juan, que Jesús no pasa de largo al vernos faenar en nuestra vida cotidiana, que no le somos indiferentes, que no somos una parte más del paisaje de la vida, sino que al pasar junto a nosotros, somos tan significativos, que se para, nos mira y ¡nos llama por nuestro nombre! No es sólo el “venid” es la infinita ternura de la mirada de Jesús lo que atrae a quienes dejan atrás lo que eran antes. 

Una de las cosas que acredita el verdadero encuentro con Jesús será que existe un antes y un después. Dios nos llama amorosamente a un cambio de vida. Respetando lo que somos y sabemos hacer nos muestra el camino a la felicidad, nos acerca a nuestra verdad para que podamos ser más plenamente auténticos. Creed y cambiad de vida según ese encuentro. Convertíos: Dios os quiere, dejad una vida vacía de amor, cargada de egocentrismo, para recuperar el sentido en ese amor que puede llenarlo todo y construir desde él una nueva fraternidad, unas nuevas relaciones, con vosotros mismos y con los demás.

Por tanto puedes elegir entre creer y convertirte en discípulo o que todo siga como hasta ahora, aunque te empeñes en aparentar por fuera cambios, pero ¿y por dentro? 

Puedes seguir así, tirando sin más, manteniendo el equilibrio prudentemente, justificando unas opciones dignas, diciendo “sí” pero a medias, siempre a tu manera… O puedes elegir ser… discípulo. 

Puedes seguir siendo el único dueño de tu vida, gozando de tantas cosas buenas que tantos hermanos buenos no pueden ni imaginar que existen, entregarte sí pero sólo a los tuyos, y tener esa serena paz de haber cumplido, del hasta aquí, más ya no me toca a mí hacer… Pero también puedo elegir  ser… discípulo. 

Puedes embarcarte en tus proyectos, ser eficaz y hasta ayudar, puedes hasta complicarte la vida y complicársela a otros con osadía,… puedes ser de esos que se apuntan a todo y dejan siempre puertas abiertas, por si acaso,… Pero también puedes asumir menos protagonismo, guardar menos la ropa, cubrirte menos la retaguardia y simplemente apuntarte al proyecto de ser discípulo. 

Puedes escudarte en el miedo, en la dificultad de abandonarte en brazos de otros, en la falta de confianza para abandonar todo lo que te da seguridades por una mera mirada amorosa que va acompañada de un sígueme, sólo por eso ponerse detrás,… puedes encontrar mil excusas, muchas serán hasta convincentes, muchos te dirán que estás haciendo lo correcto, o puedes escuchar esa voz que repite tu nombre, mientras te mira, y te dice fíate, no temas, aunque parece que pierdes ganarás, sígueme. O puedes al menos intentar cada día encontrarte con Jesús para escuchar esa voz que desde muy adentro te llama…

Fuente: Dabar