Parroquia La Milagrosa (Ávila)

viernes, 25 de diciembre de 2015

No hay amor si dos no quieren. El misterio de la encarnación es misterio de amor; por eso nos necesita Dios para hacerse presente en el mundo (Día de Navidad)


Juan 1, 1-18
La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros

La Palabra toma el camino de la humanidad, se hace tierra fértil, es decir, posibilitadora de todo lo que existe, discreta acrecentadora de la vida. Crea y se retira para dejarnos ser. El “sí”  de María, abre las puertas a la humanidad compasiva de Dios. En la noche, en el silencio, “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) superando toda expectativa, toda razón. “Carne” en el lenguaje bíblico significa el ser humano en su condición débil y mortal. 

No vino como luchador, sino como niño; no vino armado, sino desarmado, como un infans entregado y abandonado a nuestras manos. In-fans, significa “el que no habla”. La Palabra enmudece. El que tiene todo el poder y el honor se muestra despojado de poderes y de honores. Es increíble que la pequeñez y la vulnerabilidad sean las tarjetas de visita de Dios. La Navidad es el memorial de esta verdad, que una y otra vez se nos olvida. No nos tiende la mano desde arriba, sino que se muestra necesitado desde abajo. Nos ayuda desde la debilidad. 

“Puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14), esta bella imagen está tomada del Antiguo Testamento. En el Éxodo se dice que “tomó Moisés la tienda y la plantó para él a cierta distancia, fuera del campamento y la llamó Tienda del Encuentro” (33,7). Para los israelitas la tienda fue muy importante durante la travesía del desierto hacia la tierra prometida. La sombra de esa carpa daba reposo, sentido y ánimo a la larga marcha. La presencia de la tienda cambiaba lo que esa experiencia tenía de árido y la convirtió en lugar de encuentro con Dios.

Para Juan la carne que asume la Palabra es la tienda del nuevo encuentro. A reunirnos en ella estamos convocadas y convocados, ser discípula de Jesús es vivir, creer y esperar bajo esa carpa. Una carpa bien iluminada porque sólo la Palabra es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). Al igual que el pueblo de Israel estamos invitadas a acudir a esa carpa en nuestra propia travesía por la vida. 

En esta carpa somos iniciadas a un nuevo encuentro con Jesús; a percibir el tiempo de un modo diferente, más cordial, a nombrar y acompañar el tiempo que nos toca vivir, a habitar con intensidad la segunda, la tercera o la cuarta etapa de nuestra vida. Cada momento esconde su perla, y es muy hermoso poder llegar a descubrirla. Necesitamos recuperar la fuerza del hoy de Dios para con nosotras, sentir y poder reconocer el tiempo de su venida. Sus pasos los percibimos mientras llega y cuando ya ha pasado y la historia, y nuestra historia, es el rumor de esos pasos.

Y nació en Belén, “pequeña entre las aldeas de Judá” (Miq 5,1), rodeado de pastores y animales. Un nacimiento con olor a estiércol porque hasta un establo habían llegado sus padres después de tocar inútilmente muchas puertas en el pueblo. Allí en la marginalidad, la Palabra se hace historia, debilidad y solidaridad; pero también podemos añadir que, por eso mismo, la historia, nuestra historia universal y personal, se hace Palabra.

“Vino a su casa y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Desgraciadamente, en nuestras sociedades y en sus estructuras sigue sin haber lugar para aquellos que más lo necesitan. Las personas que vienen buscando la vida en medio de nosotras carecen de lo necesario para sobrevivir; y, sin embargo, ellos son la estrella que nos conduce hasta el Niño, una luz tan potente que es increíble nos cueste tanto seguirla. Dios nos invita a mirar la realidad, a recibirla, desde aquellos que no tienen sitio, para los que no hay lugar en la posada. 

Las Marías y Josés de nuestro tiempo no se acercan al establo, pues han estado siempre allí, y quien se acerca al Niño se acerca a ellos, que están sumergidos en su luz. Sea cual sea el tipo de pobreza que marca la vida de las personas, esta carencia les empuja hacia el establo, y quien se acerca a ellos se acerca al Niño aún sin saberlo. 

En la presencia de este Niño todo es aceptado, todo encuentra su sitio. Nada se rechaza. Lo sucio y lo que no cuenta, lo despreciable, lo mal mirado, pierde su aspecto desagradable y se unge de calidez y suavidad. Todo queda transformado por el fulgor de la luz que emerge desde dentro, y hay mucho más espacio del que podríamos llegar a imaginar, y mucha dignidad y mucha belleza “pues de su plenitud hemos recibido todos” (Jn 1,16). 

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