Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros
Juan 6,51-58
Mi abuela materna siempre partía el pan con la mano y no nos dejaba hacerlo con el cuchillo. Solo en caso de tener que hacer rebanadas para las torrijas o los picatostes, se servía del cuchillo, pero siempre haciendo la señal de la cruz sobre el pan. Para ella el pan, todo pan, era sagrado. De aquí nacía su devoción a la eucaristía, pero no descubrí la magnitud de tal admiración hasta que no comprendí, ya adulto, lo importante que es este alimento básico para los que han pasado hambre y logré relacionarlo con otra devoción de Amadora (así la llamaban en el pueblo a mi abuela, aunque su nombre era Ascensión), la de no consentir que nadie pasara necesidad. Muchos días de vacaciones asistí a como, una gitana, la Chata, tenía permiso para entrar en casa sin llamar y tomar el pan o el fiambre que necesitase para alimentar a su prole.
La verdadera devoción nace de la necesidad, de aceptar la propia y saciar la ajena. Si no es así se convierte en mojigatería. Y esto nos está pasando en la actualidad. Nos acercamos a comulgar sin hambre ni sed, como si fuera un premio merecido porque somos buenos (ni robamos, ni matamos, solo mentiras piadosas, celillos, envidiejas... nada importante). Más aún, cumplimos con nuestro deber.
Entonces, ¿cómo es acercar las manos y la boca a recibir el pan con hambre y sed? La respuesta la tenemos delante de nosotros, muchas veces, en el mismo Evangelio y no la vemos: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados (Mt, 5). Aquí hay dos ideas para nuestro seguimiento de Cristo importantísimas. Sin necesidad de justicia, no hay bienaventuranza; es decir, no hay vida para siempre, el mayor de nuestros valores, la vida que deseamos eternizar porque la amamos.
La otra idea nos lleva a preguntarnos, ¿que justicia? Y vuelta a empezar; la respuesta está en el evangelio: la justicia de Dios es misericordia: tuve hambre y... sed y... (Mt, 25). Mi abuela Amadora (cuanto me gusta ese nombre) lo entendió, mujer sencilla y sin estudios, pero maestra de vida. No lo expresó nunca con palabras, pero cuando iba con ella a comulgar, quiero pensarlo así hoy, ella iba a recibir el perdón, la reconciliación; a sentirse amada a pesar de sus miserias. Acercarnos al banqueta eucarístico tendría que hacernos sentir el abrazo de la misericordia del Señor.
Y con el amor surgido de la necesidad al comer a Cristo no nos pasará como a los judíos que recriminaban a Jesús, a los que dijo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. La vida, como escribió también San Juan, brotará de una fuente que salta como un surtidor hasta la vida eterna. Pero, no tendremos esa vida en nosotros, ni no la procuramos para el prójimo, el próximo, el vecino, el que comparte nuestra vida, especialmente a esos nuestros hermanos y hermanas más pobres, desvalidos y desprotegidos.