Muchos, y frecuentes, son los estudios que se difunden sobre el grado de pobreza que sufre la sociedad española, sobre el porcentaje de ciudadanos en riesgo de exclusión social y el incremento de la desigualdad social. La prolongada crisis económica ha puesto de moda el sustantivo, ahora acompañado de adjetivos: se habla de pobreza infantil, de pobreza crónica, de trabajadores pobres con ingresos y, también, de pobreza urbana. Nunca como ahora, ningún comentario sobre coyuntura evita esa palabra.
Omnipresente, amenazadora, recalcitrante. Ahí está. ¿De qué pobreza estamos hablando?
No todos los países, no todos los continentes, miden la pobreza de la misma manera. No se mide igual en Estados Unidos, que en Latinoamérica, África o ahora Europa, pero siendo el entorno europeo el que nos interesa, las estadísticas no nos dejan en buen lugar, y a veces las escuchamos como si no tuviera que ver con nosotros. España está a la cola de la Europa comunitaria, da igual el indicador que se utilice.
Lo primero que habría que decir, tras consultar a siete sociólogos e investigadores sociales, es que las mediciones son relativas. Y, también, que los afectados no suelen reconocerse como pobres en las encuestas de percepción. La palabra es tan severa, tan dura, que se asocia a un estado cercano a la mendicidad: es lo que podría denominarse como pobreza absoluta. Un grupo de empresarios se reunió con la alcaldesa Ada Colau, que les pasó una encuesta según la cual la mitad de la población de Barcelona no podría cambiar la caldera de gas a fin de mes (su coste está alrededor de los 1.500 euros). Los empresarios respondieron que los datos eran falsos. “Si fueran falsos, ¿estaría yo de alcaldesa?”, respondió Colau... seguir leyendo