Parroquia La Milagrosa (Ávila)

viernes, 2 de enero de 2015

El olor del cocido



«En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos,
mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo, 25:40).

Se llama Juan, tiene cuarenta y dos años, es licenciado en Psicología, y trabaja en una empresa consultora dependiente de la comunidad  autónoma. Como todos los viernes, al salir del trabajo fue con algunos compañeros a tomar unas cañas para celebrar el comienzo de fin de semana. Después de una hora holgada, pagó la última ronda de cerveza. Había echado un buen rato con sus colegas del curro poniendo a parir al Papa y su reciente viaje a un país de esos llamados “en vías de desarrollo”, maldiciendo la hipocresía de la Iglesia, despotricando de todo aquello que su anticlericalismo y el de sus compis les sugería, descalificando de pura patraña y aberración, impropia de estos tiempos modernos que corren, la superchería y el papanatismo religioso. En definitiva, este conspicuo ciudadano —uno más de entre los muchos millones que habitan nuestro suelo patrio— no solo comparte relaciones laborales con sus contertulios, sino una fraternal amistad aderezada de ideas sociales y políticas en la línea que aconseja el empleo común en la misma empresa pública.

Satisfecho y envanecido de caminar por el sendero correcto del progresismo triunfante, este modélico ciudadano encaminó sus pasos hacia su casa  con el ánimo de comer algo antes de hacer una siesta reparadora. Un magnífico fin de semana le aguardaba por delante. Pero cuando apenas había caminado unas docenas de metros, al doblar una esquina se apercibió de un olor que lo trasladó imaginariamente al paraíso efímero de su infancia: olía a puchero, sí, a guiso de garbanzos con verduras y sus aditamentos de cerdo. Era el olor propio de aquellos cocidos que preparaba su madre y le ponía a la mesa cuando salía del colegio o del instituto. ¡Qué aroma tan delicioso a caldo humeante! ¡Cuánta hermosura encontraba en aquel nostálgico recuerdo!

Enseguida llegó a la altura del local de donde partía aquella sinfonía de olores que hacía sus delicias sensoriales. Parecía que se trataba de un modesto restaurante, pero no, en la puerta entreabierta no había ningún letrero. Sin pensarlo dos veces, Juan empujó suavemente la puerta y se asomó al interior de aquel figón. En realidad no era un restaurante, sino un autoservicio repleto de gente que, sentada a la mesa, con total normalidad daba cuenta del contenido de sus platos. El aspecto de aquellas personas era un tanto desigual; se diría que algo chirriaba en el ambiente sin saber muy bien qué: las había correctamente vestidas, y otras, en cambio, su indumentaria respondía más a eso que se ha dado en llamar “arte povera”.

De pronto Juan abrió los ojos: quedó sorprendido al comprobar que quien servía la comida era una monja. Aquello era sin duda un comedor social. Algunas personas se acercaban despacio, con la bandeja en las manos, a que les sirvieran. Eran pobres, indigentes, personas menesterosas que subsistían de la caridad. Se trataba de una escena de la que había oído hablar pero de la que jamás se hacía referencia en los informes ni en los dosieres que prepara para el gobierno regional. Enseguida hizo ademán de marcharse, pero la monja que le vio entrar, con una sonrisa amable y un gesto firme de la mano le indicó que se acercara, que no tuviera reparo; bajito, casi como un susurro, le comentó que lo que le ocurría era normal, que la primera vez es la más difícil, que no debía avergonzarse de nada, que el cocido estaba buenísimo y que, de segundo, había filete empanado. ¡Cómo se iba a perder tantas proteínas del cocido y tantas vitaminas de la ensalada y de la fruta! Además, concluyó la monjita con gesto pícaro, podría rematar la comida con un helado muy rico de los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió.

El pobre Juan sin salir de su perplejidad se vio sentado a una mesa donde un matrimonio mayor y bien vestido, comía en silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le contaba su vida: había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su casa, después del divorcio no sabía a dónde ir. Menos mal que las monjas le daban comida y ropa, y que dormía en el albergue bajo techo. «Al final, he tenido suerte en la vida, compañero; así que no te agobies, que de todo se sale…».

No podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer, ni le habían preguntado por su situación ni por sus creencias. Se limitaban a dar de comer al hambriento, sin adjetivos.

Al salir a la calle, el bueno de Juan fue incapaz de dar las gracias a la monja que le había dado de comer. No fue por mala educación, sino porque su hilaridad le impedía articular palabra. Apenas hizo una leve inclinación de cabeza. Ella le contestó con una expresiva sonrisa. «Vuelve cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de parte mía. Me llamo Esperanza; hermana Esperanza».

— «¿Por qué me ha tenido que pasar esto a mí? ¿Será que Dios se vale hasta del cocido para atraer a la gente?», se preguntó Juan mientras se alejaba.

1 comentario:

  1. En la Calle José Abascal no hay ningún comedor social de las Hijas de la Caridad. El periodista o la periodista que ha escrito el artículo habrá querido referirse al Comedor social que las Hijas de la Caridad tienen en la Calle del General Martínez Campos, o es un artículo novelado.

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